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Chile: la desigualdad entre la realidad y el relato

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La sociedad chilena parece no tener medios de defensa suficientes.

El Gobierno de Sebastián Piñera decidió subir el precio del metro de Santiago de Chile en 30 pesos, a partir de una horquilla de entre 720 y 800, según sea en hora punta o valle. En dólares, ello supone cuatro centavos más por viaje. No es mucho, para una sociedad en la que el sueldo medio supera los mil dólares al mes. Según datosmacro.com, en 2018 el salario medio fue de 12.755 dólares, no muy lejos del PIB per cápita, que según el Banco Mundial fue en 2017 de 15.346 dólares.

Es cierto que lo que cuenta no es el salario medio, sino el mediano; es decir, el del chileno medio. Y que ese será algo más bajo; pero no he encontrado ese dato en las estadísticas oficiales. Un estudio, realizado por la Fundación Sol (socialista), dice que la mitad de los sueldos en Chile están por debajo de los 400.000 pesos; una cifra extrañamente exacta para una estadística real. Eso serían 539 dólares.

A nadie le gusta pagar más por lo que necesita, pero 1,8 dólares más al mes (suponiendo que hace 44 viajes, para ir y volver al trabajo), no parece motivo suficiente para despertar una riada de violentas protestas en la calle. En particular, los movimientos de izquierda han desatado una tormenta de violencia en el Metro de Santiago que ha destrozado líneas enteras, inutilizado numerosos trenes, y detenido de este modo el normal funcionamiento de la ciudad. Más de la mitad de las estaciones ha tenido que cerrar. El símbolo de la ciudad que quieren los manifestantes es un tren ardiendo.

¿Por qué los grupos de izquierda le han aplicado el socialismo al metro de Santiago de Chile? ¿Querían utilizarlo con más libertad? No. El metro es el símbolo de lo que aborrecen de su propio país: una infraestructura que une la capital, que le insufla vida por sus túneles, por los que hormiguea una sociedad próspera que va a trabajar o a comerciar todos los días.

La desproporción entre el aumento del precio del billete y la respuesta es tan brutal, que nadie la toma en serio. De modo que los analistas se han lanzado a ofrecer sus propias explicaciones. Lo que ha despertado la justa indignación de la juventud chilena es la situación de pobreza. O el pavoroso aumento de la desigualdad en el país.

¿Será la desigualdad? El indicador más famoso de la desigualdad de rentas es el índice Gini. Se construye a partir de la curva de Lorenz. En la misma, se ordena la población, en este caso los chilenos, de menores rentas a las más altas. Sumados todos los ciudadanos, tenemos el 100 por ciento de las personas, y la renta total de ellos. En el origen hay un 0 en ambas cuentas. Entre los dos puntos se describe la curva, con una pendiente baja al comienzo, que va subiendo de forma paulatina a medida que colocamos a las rentas más altas. Si todas las rentas fueran iguales, se trazaría una línea recta del origen al final, pero como no lo es lo que se describe es una curva (de Lorenz). A partir de ahí se halla el coeficiente de Gini, que es el resultado de dividir dos áreas: la que queda a la izquierda y por arriba de la curva, hasta la línea de la teórica igualdad total, sobre la que queda a la derecha y por debajo. Cuanto más bajo sea el coeficiente de Gini, más se acerca a la igualdad total. Un coeficiente de 1 indicaría que una sola persona ingresa toda la renta del país. Pues bien, en 1990, después de que Augusto Pinochet abandonase el poder tras perder el referéndum que él mismo convocó, el coeficiente de Gini era de 0,57. Según los últimos datos de la OCDE, correspondientes al año 2018, ese coeficiente había caído a 0,46.

¿Será entonces la pobreza? En 1990, un 46,10 por ciento de los chilenos estaba bajo el umbral de la pobreza. En 2017 quedaban por debajo de ese umbral sólo el 6,40 por ciento de la población chilena. Los sueldos, bajos medios y altos, no han parado de subir en Chile. El país ha entrado en el club de las economías desarrolladas, y es el faro para quienes, en Hispanoamérica, tienen la esperanza de vivir como europeos o norteamericanos, de los del norte de Río Grande. Su nivel de desarrollo se asemeja, por ejemplo, al de Portugal. Y supera al de otros países que forman parte de la UE. Chile recibe a decenas de miles de americanos de otros países que están deseando vivir allí, atraídos por sus altos salarios. Las revueltas no se han producido a pesar de todo ello, sino precisamente por esa causa.

Como dice un cartel, “No son 30 pesos, son 30 años”. Es el propio modelo de Chile el objeto de tanta violencia. Por descontado que la izquierda nacional no acepta el resultado de las urnas, que ha vuelto a aupar a Piñera al poder. Pero ni siquiera es ese el objetivo último, sino instaurar una nueva Constitución, con lo que dicen que sería un nuevo pacto social.

El nuevo pacto social acercaría a Chile a otros modelos de éxito: Argentina como paso intermedio a Venezuela, cuyo PIB per cápita se calcula para 2017 en 2.887 dólares (en 2007 era una cifra parecida a la de Chile, por encima de los 7.000 dólares). La violencia que hemos visto no está protagonizada por la creciente clase media chilena, sino por un grupo de fanáticos, con más cócteles molotov que libros en su historial, pero con infinidad de horas inoculándose socialismo en webs y vídeos de youtube. Además, claro está, de los medios de comunicación.

Y, en realidad, ni siquiera es eso. No es el salto de una juventud ideológicamente intoxicada. No es razonable pensar que un acto terrorista de esas dimensiones se pueda llevar a cabo sin una cuidada planificación, y en realidad sin el apoyo procedente del exterior. El presidente de los Estados Unidos ha advertido de que en esa aplicación del socialismo a la infraestructura chilena había presencia de grupos extranjeros.

Lo terrorífico del caso de Chile es observar cómo una de las pocas sociedades del mundo que progresa de forma consistente, aunque lo haga con algunos problemas, sea tan frágil como para sucumbir al ataque de grupos que quieren subvertir la democracia y arruinar al país. Y, sobre todo, que lo haga sobre unos presupuestos que son falsos (aumentan la pobreza y la desigualdad), y cuya falsedad se puede demostrar con un mínimo de trabajo periodístico.

La realidad no importa, no tiene efectividad ante la apelación a la mitología política de la pobreza y la desigualdad. Y la sociedad chilena parece no tener medios de defensa suficientes. Eso es lo que da miedo del caso chileno: no la desigualdad de rentas, sino la desigualdad entre su realidad social y el relato que se impone sobre la misma, y cómo la sociedad puede llegar a abandonar el camino que la ha hecho más libre y más próspera.

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