Una parte sustancial de la población ha regresado a las andadas populistas, caracterizadas por esgrimir derechos y evadir responsabilidades.
Santiago de Chile. He llegado al país en medio de una algarabía, afortunadamente pacífica y civilizada. Es domingo y decenas de miles de personas protestan contra las AFP.
Se quejan de las Administradoras de Fondos de Pensiones, un sistema de jubilación fundado en cuentas individuales de capitalización, más o menos como las 401(k) y las IRA norteamericanas. Uno cotiza una parte de su salario en una cuenta que le pertenece y, por lo tanto, después de cierta edad puede disponer de esos recursos y transmitírselos a sus herederos cuando muere. El dinero es suyo. No proviene de la acción benevolente de otros trabajadores.
Las AFP son empresas financieras privadas que invierten el dinero que les confían los trabajadores en instrumentos razonablemente seguros, de manera que los riesgos sean mínimos. Cobran una media del 1,5% por manejar estos recursos. Hay unas cuantas para que exista competencia en el precio y la calidad de los servicios prestados.
Desde que el economista José Piñera creó las AFP, a principios de la década de los años ochenta del siglo pasado, la rentabilidad promedio anual ha sido del 8,4%. El Gobierno se limita a establecer reglas muy estrictas y a vigilar cuidadosamente a las entidades financieras. Hasta hoy, en 35 años, no ha habido ningún descalabro o escándalo.
La masa de ahorros hasta ahora generada por las AFP es de aproximadamente 167.000 millones de dólares. Eso es muy conveniente para la estabilidad del país. Un tercio de esos fondos proviene de los depósitos directos de los trabajadores. Los dos tercios restantes son los intereses producidos por estas imposiciones. Sin duda, ha sido un magnífico negocio para los presuntos jubilados.
Hasta la creación de las AFP prevalecía en Chile, como ocurre en casi todo el mundo, el modelo de fondos de reparto. La cotización del trabajador iba a una caja general que se ocupaba de pagar las pensiones de los jubilados o servía para financiar los gastos fijos de la creciente empleomanía pública. En numerosos países, con frecuencia, la plata de las personas retiradas de la tercera edad termina en los bolsillos de algunos políticos y funcionarios tramposos, o se dedica a otros menesteres.
Como sucede en Europa y en Estados Unidos, la relación entre el número de trabajadores y el de jubilados cada año que pasa es más problemática. Nacen menos personas, especialmente en los países desarrollados o en vías de desarrollo, y la gente cada vez vive más años.
De ahí que los sistemas de jubilación basados en el modelo de reparto estén en crisis o se encuentren abocados a ella. Fracasan por lo mismo que siempre terminan mal las pirámides Ponzi, así llamadas por Charles Ponzi, un creativo estafador que pagaba buenos dividendos a los inversionistas… mientras hubiera recién llegados para hacer frente a los compromisos.
Cuando comenzó el sistema de capitalización, en Chile había 7 trabajadores por cada jubilado. Hoy hay menos de 5. A mediados del siglo XXI serán 2. El sistema de capitalización individual, más que una maniática predilección de los liberales dictada por convicciones ideológicas, es el único modelo posible de jubilación a medio plazo. Es mucho más seguro que el trabajador tenga el control de sus ahorros que dejar esa delicada tarea a la solidaridad intergeneracional o a las decisiones de los políticos.
¿Qué ha pasado en Chile? ¿Por qué se quejan? La mitad de los trabajadores chilenos, especialmente las mujeres, no cotizan habitualmente, o no lo han hecho por un tiempo prolongado, y, como no han ahorrado lo suficiente, las pensiones que reciben, en consecuencia, son pequeñas, y no les alcanza para sobrevivir. Por eso protestan y desean que el Estado asuma las responsabilidades de su ancianidad y les abone una pensión digna, sin detenerse a pensar que ese supuesto derecho que están solicitando airadamente consiste en una obligación para otros: quienes trabajen deberán transferirles una parte de su riqueza.
Simultáneamente, los estudiantes solicitan con gran ímpetu la gratuidad de los estudios universitarios, mientras numerosos chilenos exigen la vivienda digna prometida por los políticos en zafarrancho electoral, a lo que se agregan los servicios médicos modernos y eficientes, igualmente gratis, propios de un país de clases medias como es el Chile actual. No se entiende bien, por el mismo razonamiento, por qué no solicitan alimentos, agua, vestido electricidad y teléfonos gratis, elementos todos de primordial necesidad.
Es una pena. Hace pocos años parecía que Chile, tras un siglo XX de populismo de derecha y de izquierda, con una población dominada por un Estado incompetente y voraz que la había empantanado en el subdesarrollo y la pobreza, finalmente había descubierto el camino correcto de la responsabilidad individual, el mercado, la apertura y el empoderamiento de la sociedad civil como gran actor empresarial y único creador de riquezas.
Se llegó a hablar, con gran ilusión, del modelo chileno como el camino latinoamericano para alcanzar al Primer Mundo. Con 23.500 dólares de PIB per cápita (medido en poder adquisitivo), Chile se ha puesto a la cabeza de Iberoamérica y exhibe un bajo nivel de criminalidad, honradez administrativa y respeto por las instituciones. No tardaría en alcanzar ese umbral del desarrollo que los economistas sitúan en torno a los 28 o 30.000 dólares de PIB per cápita.
Tal vez eso no suceda nunca. Una reciente encuesta demuestra la creciente irresponsabilidad de muchos chilenos, convencidos de que la sociedad tiene obligatoriamente que transferirles los recursos que demandan del Estado, es decir, de otros chilenos.
Es una pena. Una parte sustancial de la población ha regresado a las andadas populistas, caracterizadas por esgrimir derechos y evadir responsabilidades. Si Chile vuelve a hundirse en la tembladera populista, todos los latinoamericanos perderemos mucho. Ellos, la prosperidad y quién sabe si hasta la libertad. Nosotros nos habremos quedado sin modelo, sin norte y, en algún sentido, sin destino.