Cada año, los ciudadanos son preguntados por aquéllas cosas que más les preocupan. Típicamente, el paro, la situación económica o la corrupción suelen liderar la lista. Sin embargo, creo que en estas encuestan olvidan un gran temor de los ciudadanos: el colesterol. Vilipendiado y denostado como pocas cosas, podemos afirmar sin equivocarnos que el final de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo otra guerra: la del colesterol. De hecho, hoy es difícil exagerar la cantidad de alimentos en los supermercados o presuntos remedios dirigidos a reducir el colesterol.
La historia de esta guerra es larga pero, como todas, tiene un comienzo. Un comienzo que podemos fechar en 1954. Aquel año un investigador llamado David Kritchevsky publicó un estudio sobre los efectos de alimentar con colesterol puro a conejos. Lo que sucedió es que se les acabó induciendo arteriosclerosis. Hasta aquí todo normal. El pequeño gran error fue pensar que ese resultado en conejos, que son seres herbívoros, podía ser trasladable a humanos. Lo que en realidad se gestó a partir de entonces, debido a la poderosa influencia de ese estudio sobre Ancel Keys, fue la construcción de un mito. En los años 1961, Mathur y sus colaboradores fueron incapaces de hallar un vínculo entre colesterol y placas arteriales tras analizar 20 autopsias y más de 200 casos científicos. En 1962, el Dr Marek publicaba un artículo en el American Heart Journal con la misma conclusión: no hay correlación entre colesterol y placa arterial. En 1964, el cirujano Michael DeBakey tras analizar un millar de pacientes durante operaciones ofreció el mismo mensaje: la arteriosclerosis no tiene nada que ver con la concentración de colesterol en la sangre.
Algo menos del 1% de los humanos tiene mucho más colesterol que el resto de nosotros. Se debe a una variante genética llamada hipercolesterolemia familiar o hereditaria, y supone un interesante grupo de estudio. En el año 2001, un grupo de investigadores holandeses halló que en el siglo XIX las personas con esta variante genética vivían algo más tiempo que el promedio y dado que en aquella época la causa más común de muerte era de tipo infeccioso, concluyeron que el colesterol protegía de algún modo frente a virus y bacterias. En efecto, poco después apareció otro estudio que establecía que el colesterol bajo era un factor de riesgo para cualquier tipo de enfermedad infecciosa. De hecho, se sabe que las personas con bajo colesterol tienen más riesgo de mortalidad por problemas intestinales y pulmonares, y una parte importante de éstos son de origen infeccioso.
Pero centrémonos en la creencia de que el colesterol es el gran culpable de la enfermedad cardiovascular. Los primeros en airear esta idea fueron posiblemente los directores del estudio Framingham, un proyecto de duración indefinida iniciado en 1948 en la población de Massachusetts que lleva el mismo nombre (Framingham). Curioso, por decir algo, es que este estudio se vendiera como una prueba de la hipótesis del colesterol. En realidad, pasados los 47 años de edad, el colesterol no parecía ser un factor de riesgo cardiovascular. Es más, pasadas tres décadas de estudio aquéllos que habían reducido más su colesterol habían aumentado más su riesgo cardiovascular que aquéllos que habían incrementado su colesterol. Sin embargo, los autores y la prensa eludieron esta comparativa.
En los 90, científicos canadienses publicaron sus resultados con casi 5000 pacientes de mediana edad que siguieron durante doce años con los mismos resultados. Son constantes los estudios que podemos encontrar con la misma conclusión (en los 60, 70, 80, 90, 2000…)
Los estudios poblacionales
Es lo que se denominan estudios epidemiológicos: ¿podemos establecer asociaciones al estudiar poblaciones? Uno de los estudios de este tipo más famosos para iniciar la guerra contra el colesterol fue el Seven Countries Study publicado en 1972, en el que Ancel Keys estudió a dieciséis poblaciones en un total de siete países (originalmente eran seis). Este estudio se ha usado hasta la saciedad para demostrar que el consumo de grasas saturadas eleva el colesterol y esto está asociado con problemas cardiovasculares. Sin embargo, el estudio está lleno de sesgos y errores. Por ejemplo, el consumo de grasa saturada era igual en Creta y Corfú, pero esta última isla tenía dieciséis veces más enfermedad cardiovascular. Algo similar sucedía entre North Karelia y Turku, ambas en Finlandia. Si tomamos como prueba los electrocardiogramas que estadísticamente están recogidos en el estudio, las personas con más problemas cardíacos tendían a comer menos grasa saturada. Países como Francia o Suiza se eludieron convenientemente del estudio porque ambos casos refutan la hipótesis del colesterol y la grasa saturada (Francia y Suiza consumen mucha grasa saturada y tienen baja enfermedad cardiovascular). En realidad, con los datos de los 22 países disponibles entonces se podía justificar cualquier cosa sobre el consumo de grasa saturada y colesterol eligiendo selectivamente unos países u otros. El fraude debería ser evidente.
El hecho de que los hombres japoneses que vivían en Japón tenían bajo colesterol y bajo índice de ataques cardíacos mientras los hombres japoneses que vivían en California tenían elevado colesterol y elevada incidencia cardiovascular era tomado como una confirmación de tal hipótesis. Que los japoneses de California con bajo colesterol tenían más problemas cardíacos que los japoneses californianos con alto colesterol era, sin embargo, considerado irrelevante. Keys, Stamler y todos los seguidores de la hipótesis del colesterol y las grasas no tuvieron problema ninguno en rechazar de plano como algo sin valor, irrelevante o malinterpretado todo dato que contradecía sus creencias. Los estudios de los indios navajos, de los inmigrantes irlandeses a Boston, los nómadas africanos, los granjeros de la Suiza alpina o de los monjes trapistas y benedictinos sugerían claramente que el colesterol no tenía relación con la enfermedad cardiovascular. Keys, por supuesto, negaba valor a esos estudios y repetidamente remarcaba que no se podían extraer conclusiones con poblaciones tan pequeñas. En 1964, el Journal American of Medical Association publicaba que la comunidad italiana de Roseto, en Pensilvania, consumía elevadas cantidades de grasa animal, por ejemplo cocinaban básicamente con manteca de cerdo, y tenían un "sorprendentemente bajo" nivel de problemas cardiovasculares. Por supuesto, Keys siguió aplicando su rechazo debido a lo pequeño de aquella población.
Los ensayos clínicos
Si las pistas que dan los estudios poblacionales son o no son fiables se acaba verificando con los estudios clínicos. En aras de resumir, citemos los ensayos clínicos que más se han empleado para justificar y divulgar la hipótesis del colesterol. Y repito bien: los que se han usado para justificar dicha teoría.
1. LRC: Estas breves siglas designan el llamado Lipid Research Clinics Coronary Primary Prevention Trial. Tras analizar a más de trescientos mil varones, se reclutaron a 4000 con los valores más altos de colesterol. A la mitad de ellos se les enseñaron hábitos dietéticos y consumieron un fármaco para reducir el colesterol. Tras 8 años de seguimiento, había la misma mortalidad cardiovascular entre quienes con fármaco y dieta redujeron su colesterol y los que no cambiaron dieta ni tomaron el fármaco. Publicado en los años 80, se usa para justificar la teoría del colesterol. Y si te preguntas cómo puede ser así, no eres el único.
2. MRFIT: Aún más famoso que el anterior, el Multiple Risk Factors Trial es en realidad uno de los estudios más citados sobre la prevención cardiovascular. Se reclutaron de entre cientos de miles, un total de 12000 varones proclives a problemas cardiovasculares. La mitad de ellos tuvieron que hacer ejercicio, dejar de fumar y seguir una dieta para reducir su colesterol. Tras 8 años, fallecieron 260 personas en el grupo que siguió los consejos y 265 personas ¡entre quienes los habían seguido!
3. Helsinki Heart Study: El estudio cardiovascular de Helsinki, de finales de los 80, es otro clásico que vendría a confirmar que debemos reducir el colesterol. Sin embargo, el estudio difícilmente dice lo que algunos quieren que diga. Tras cinco años de estudio, los pacientes que consumieron un fármaco para reducir el colesterol habían sufrido mayor mortalidad cardiovascular que quienes no habían consumido nada. 17 fallecidos con el fármaco frente a sólo 8 sin el fármaco reductor de colesterol, lo acabaron considerando en las conclusiones del estudio como una diferencia poco significativa. ¿Qué hace falta para que sea significativa si más del doble resulta no serlo?
Al final, todo lo que la ciencia no podía hacer, acabo haciéndolo la política. Así pues, sin miedo a equivocarnos, la politización de la dieta y la propagación de un miedo irracional al colesterol y la grasa saturada acabaron convirtiéndose en unos de los grandes daños a la ciencia del último siglo. Y con ello de nuestra salud.