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Cómase a Dolly… si quiere

Publicado en Libertad Digital

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Como suele suceder, la izquierda siente cierto vértigo cuando deja de controlar la vida de las personas. Dado que su modelo de sociedad es la organización castrense –sumisión a un mando centralizado–, no puede aceptar que la gente tenga libertad para elegir si quiere consumir o no carne clonada. Pero, al mismo tiempo, esa misma izquierda militarista quiere transmitir una imagen de tolerancia hippie alejada de su autoritarismo y su moralismo característicos. Sus pasteleos progresistas no casan bien con la represión y mano dura en que se basa necesariamente su ideología, de ahí que traten de maquillar el pequeño Duce que llevan dentro con toda clase de argumentos aparentemente bienintencionados.

Por ejemplo, Juan López de Uralde, director general de Greenpeace España, asegura que la medida empobrece la biodiversidad para beneficiar sólo a las "grandes corporaciones", y que, afortunadamente, Europa tiene una mayor concienciación en temas de seguridad alimentaria, por lo que no permitirá su comercialización.

Lo cierto es que sólo se me ocurren dos maneras de que una empresa, sea grande o no, pueda obtener grandes beneficios sin satisfacer y mejorar la vida de sus clientes. Una es la subvención pública; la otra es el fraude. En las demás circunstancias todo intercambio es mutuamente provechoso, y no puede sostenerse que las ventajas de la comercialización de la carne clonada sean patrimonio exclusivo de las empresas.

Por supuesto, los intervencionistas tratan de convencernos de que los consumidores, a pesar de que ven ampliada su libertad de elección, saldrán perjudicados, ya que, por un lado, el 64% de los estadounidenses rechaza el consumo de animales clonados y, por otro, el etiquetado no distinguirá entre carne natural y clonada. De nuevo, con este tipo de razonamientos sólo denotan una profunda ignorancia del funcionamiento de la economía.

Pongámonos en el supuesto extremo de que el 100% de la población estadounidense se negara a consumir carne clonada; es más, que mostrara una absoluta repugnancia por la simple idea de deglutirla. ¿Sería necesario prohibirla? Para los socialistas, desde luego, ya que el pueblo soberano se habría manifestado unánimemente en su contra. Ahora bien, ¿para qué prohibir algo que nadie está dispuesto a comprar? Las empresas que, en ese contexto, intentaran vender carne clonada desaparecerían del mercado.

Hoy no existen empresas que fabriquen neumáticos cuadrados, agendas con el calendario revolucionario francés o libros escritos en espiral. ¿Por qué? ¿Porque está prohibida la venta de esos productos? No, simplemente porque prácticamente el 100% de los españoles se niega a pagar por ellos, pues los juzga inútiles. Si el rechazo a la carne clonada es tan mayoritario, ¿por qué no dejar que sus productores se arruinen?

Y aquí llegamos a otra estrafalaria excusa de los prohibicionistas: las etiquetas no distinguirán entre carne natural y carne clonada. En realidad, lo que quieren decir es que las etiquetas no deberán distinguir obligatoriamente entre carne natural y carne clonada. Pero pensemos un poco: si es cierto que más del 60% de los estadounidenses no quiere probar un estafado de carne clonada de ninguna de las maneras, ¿qué sería lo primero que usted haría si fuera distribuidor de productos procedentes de carne natural? ¡Obviamente, anunciarlo con letras bien grandes!

Claro que podemos darle una vuelta al argumento socialista y decir que las empresas venderán sólo carne clonada, ya que les resultará más barato. Entonces, plantéeselo de este modo: si el 60% de los consumidores estadounidenses estuviera deseoso de comprar carne natural, ¿qué sería lo primero que haría usted para convertirse en millonario? Efectivamente: vender carne natural y anunciarlo.

Pues bien, si esto nos resulta tan evidente a usted y a mí, ¿no lo van a entender también millones de estadounidenses? Otra cosa, bastante más probable, es que la oposición de los estadounidenses a la carne clonada sea mucho menor de lo que nos cuentan los medios y, a la hora de la verdad, muy pocos estén dispuestos a pagar un mayor precio por la carne natural.

Eso sí, los gobiernos europeos, para el prohombre de Greenpeace, son mucho más sensatos y no permitirán la venta de carne clonada. Ya se sabe qué entiende la izquierda por sensatez: prohibición, regulación, control, principio de precaución y planificación central. El que se mueva no sale en la foto, y lo que no agrada al líder no llega a las tiendas. Será que la sensatez del Gobierno pasa por considerar a los individuos unos completos insensatos que no saben tomar decisiones; lástima que los políticos apliquen siempre esa lógica… salvo cuando se trata de cosechar buenos resultados electorales.

Es evidente, en definitiva, que las críticas de estos neoinquisidores merecen poca atención intelectual, ya que se asientan en prejuicios contra la libertad y el bienestar de las personas. Con todo, la decisión de la FDA sí debe ser criticada desde un punto de vista liberal, precisamente por venir de donde viene.

Ninguna agencia gubernamental debería tener el poder para autorizar o restringir la venta de un producto. No somos libres porque el Gobierno nos lo permita: la libertad no es una licencia política, sino un derecho del individuo frente al poder político. Los individuos han interiorizado de tal manera el mensaje de que el Estado es la fuente de toda autoridad, incluso moral, que parece que, tras la decisión de la FDA, el consumo de carne clonada tiene que ser necesariamente seguro.

Pero los gobiernos también pueden equivocarse; de hecho, lo hacen a menudo. El problema es que sus grandes errores no conllevan su desaparición, al contrario de lo que sucede en el mundo empresarial. Al crecer y desarrollarse sobre el expolio y la mentira, los estados se convierten en frenos a la experimentación y el progreso.

La decisión sobre si un alimento es sano o no debería corresponder a agencias de calificación privadas en régimen de competencia, de la misma manera que Moody’s y Standard & Poor’s tratan de valorar los riesgos de las empresas desde hace prácticamente cien años. Estas empresas de calificación de seguridad alimentaria concederían notas según la salubridad de los productos, para que los consumidores decidieran si quieren pagar una prima por los alimentos más sanos o, en cambio, prefieren otros productos más baratos pero con un riesgo ligeramente superior.

Dado que estas agencias se basarían exclusivamente en su credibilidad, y que los errores en la calificación socavarían su principal activo, destinarían grandes recursos para mejorar sus métodos y reducir las calificaciones equivocadas. De esta manera, los consumidores tendrían acceso a una información fidedigna y podrían decidir qué relación calidad-precio les interesa más.

El modelo actual es una pantomima en la que el Gobierno se arroga toda la sapiencia decisoria y niega al consumidor toda capacidad para decidir qué riesgos asumir. La gente sigue encandilada por la propaganda política y cree que todos los productos autorizados por el Gobierno son necesariamente sanos. Sin embargo, no hay una calificación del riesgo, y los controles, como quedó patente en la crisis de las vacas locas, no son fiables.

Esta ficción estatista ha hecho que las empresas de alimentación se preocupen sólo por pasar los controles públicos y no estén dispuestas a pagar tarifa alguna para que se evalúe la salubridad de sus productos, como sí ocurre con las empresas que quieren obtener financiación y necesitan exhibir a sus potenciales prestamistas el rating de Moody’s o S&P.

El socialismo bloquea la función empresarial allí donde se establece, petrifica el fracaso y convierte a los individuos en irresponsables. Podemos celebrar que el Gobierno de EEUU permita la comercialización de carne clonada, pero no vayamos a creernos que ésta es un producto sano porque lo diga el Estado. Precisamente por ello, todas estas agencias gubernamentales que pretenden evadir a los individuos de la realidad sobran: ni el contribuyente ni el consumidor merecen soportar semejante lacra.

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