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Cómo crear una guerra entre sexos

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Si tenemos claras las ideas, tienen todas las de perder.

Estamos viviendo una lucha brutal por el poder. No ya por ocuparlo, ça va de soi, sino por ampliarlo, por ejercer un mayor control sobre lo que hacemos, lo que pensamos, y en última instancia lo que somos. El último objetivo es el poder total. La vieja aspiración de poder crear al hombre nuevo para que sea la célula de la sociedad nueva, un organismo diseñado y controlado por unos cuantos. En esa lucha por ampliar el poder, sus objetivos declarados (igualdad, justicia, progreso), son solo medios. Los objetivos son otros, los beneficios personales del ejercicio del poder.

Convencer a la gente de que el control sobre nuestras vidas debe ser mayor no es fácil. Y, por supuesto, no se puede hacer de forma directa. Hay que recurrir a un subterfugio. El subterfugio es la guerra. La guerra justifica que el statu quo se subvierta, que el poder crezca y se concentre. La emergencia, la consecución de un gran objetivo nacional, la identidad nacional y la vida personal en peligro, todo ello justifica el sacrificio de la libertad al poder.

De modo que sólo hay que crear nuevas guerras. Pero como las guerras de verdad son muy costosas y de resultado incierto, es necesario crear guerras donde no sólo no las hay, sino que no puede haberlas. Verbigracia, la guerra entre los sexos.

¿Cómo se crea una guerra entre sexos? No es fácil. Primero, tiene que haber una diferencia esencial entre hombres y mujeres. Dos: no es sólo que ambos sean categorías perfectamente separadas, con características esenciales y eternas, sino que se encarnan en cada uno de los individuos que pertenezcan a tal o cual clase. De modo que cada individuo carga con todas las categorías de su clase, independientemente de lo que haga o diga. Tres: esa distinción consiste, en realidad, en una oposición esencial, en la que unos son explotadores y otros explotados. Cuatro: ese enfrentamiento, esa lucha eterna, ha dejado huella en el paso de la especie por el pasado y se mantiene en el presente. Toda mirada a esa realidad eterna ha de demostrar que la guerra existe. Cinco: afortunadamente, tenemos unos políticos indignados ante tan inicua realidad y que, con el apoyo y el respaldo de los intelectuales progresistas, están dispuestos a tomar las medidas oportunas para restituir la justicia eterna; la igualdad que esta guerra atemporal, entre explotadores y explotados, entre abusones y víctimas, nos ha robado.

Repase los cuatro primeros puntos y verá que el sexismo sigue el mismo proceso que el racismo. Repase los cinco puntos y verá que el sexismo sigue el mismo proceso que el comunismo. Todo está inventado.

En cualquier caso, la guerra entre sexos tiene muchas dificultades, que se resumen en una sola: es falsa. Y dar contenido y alcance generalizado a una enorme falsedad es muy complicado. ¿Cómo encajan la cultura y el elemento natural en el discurso? Lo cierto es que ni siquiera el racismo se decantó del todo por las diferencias puramente naturales, y siempre reforzó la superioridad puramente racial con la cultural, ambas supuestas.

En el caso del sexismo, las diferencias naturales llevan a conclusiones que no interesan. Si las diferencias se pueden explicar por nuestra naturaleza, desaparecen la culpa y la victimidad, y no hay nada que se pueda hacer desde el poder. No. De algún modo hay que jugar con la contradicción de que los males de los hombres son inherentes a todos ellos, pero por otro dejar claro que es una cuestión cultural y por tanto modificable. Hasta aquí llega la visión epidérmica y arbitraria de la cultura que viene directamente de la Ilustración. El heteropatriarcado es un mal de la cultura que se puede remozar, pero sólo con una auténtica revolución en los valores de la sociedad, en sus usos, en su lenguaje, todo operado desde el poder.

El heteropatriarcado, sintagma que contiene esa concepción de la oposición entre sexos, de la dominación de uno de ellos, y de su carácter sempiterno pero eliminable, es el deus ex machina de todo presente y todo pasado. Si hay más hombres en la política que mujeres, si hay más directivos en las empresas, si hay más estudiantes de ciencias varones, no hay ni puede haber explicación que no pase por el heteropatriarcado.

El relato tiene muchos puntos fuertes. Ha habido históricamente una dominación en el ámbito público por parte de los hombres, o si se prefiere decir así una división del trabajo por sexos entre los ámbitos privado y público. En la sociedad capitalista en la que vivimos, esa división pierde gran parte de sentido. Y de hecho el primer feminismo, en sus orígenes históricos, reclamaba la plena participación de la mujer en el mercado. Por un lado, la tecnificación ha liberado en gran parte las tareas en casa. Por otro, la economía, según ha ido avanzando, ha ido premiando las cualidades intelectuales, en las que hombres y mujeres somos parejos. Y todo ello, más otras cuestiones que no es posible explicar aquí, ha contribuido a que nos demos cuenta de que hombres y mujeres somos radicalmente iguales.

Iguales en la raíz humana, sí, pero no perfectamente iguales. Y en la medida en que actuemos con libertad, las diferencias de inclinación natural de hombres y mujeres se harán más patentes. Es la “paradoja de la igualdad” que se observa en los países nórdicos, donde se facilita con todos los medios que las mujeres logren todos sus objetivos, y de hecho lo logran. Pero ello no se manifiesta en una mayor participación de las mujeres en los puestos directivos, sino todo lo contrario. Los dispares resultados de la libertad se ven por el nuevo feminismo sexista como una imposición del heteropatriarcado, como una manifestación de la injusta dominación de los hombres, de todos, a las mujeres, todas.

Así se crea la guerra entre sexos. Pero ¿cómo se recupera el debate para la ciencia, para el sentido común? ¿Cómo se señala que tal guerra es una invención para acumular poder? Principalmente, haciendo la misma crítica que acabó siendo mayoritariamente efectiva contra el racismo. A quienes defendían que había diferencias esenciales entre razas, se le opuso el hecho natural de que somos radicalmente iguales; es decir, resaltando el valor de lo verdaderamente importante del ser humano, sus cualidades intelectuales y morales, su dignidad como individuos. Porque todo ello es común a todos, y hace añicos las diferencias raciales. Lo mismo hay que hacer con el feminismo sexista.

En segundo lugar, someter al escrutinio de la ciencia, tanto biológica y antropológica como social, todas las tonterías feministas. Y, en último término, señalarles con el dedo y dejar claro que sólo quieren crear una división entre personas para luego salvarnos de nosotros mismos otorgando más y más poder a los ya poderosos.

Si tenemos claras las ideas, tienen todas las de perder.

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