A comienzos de 1957 el Estado se encontraba al borde de la bancarrota y con serios problemas en la calle. Franco, que no sabía nada de economía, se había fiado siempre de lo que le decían sus ministros falangistas, presuntos expertos en cuestiones económicas. Falange, o lo que había quedado de ella después del decreto de Unificación que forjó el Movimiento Nacional, era en todo lo relacionado con la economía un partido socialista. Tanto José Antonio como Hedilla u Onésimo Redondo se tenían por revolucionarios y no perdían ocasión de criticar con dureza el liberalismo –el económico y el otro– que se estilaba en los países anglosajones.
Muertos los padres fundadores del falangismo en la Guerra Civil, sus herederos intelectuales abundaron en ese antiliberalismo y trataron de crear un Estado corporativo y autárquico de inspiración musoliniana. El experimento se puso en marcha tan pronto como los nacionales hubieron ganado la guerra. Querían que España se autoabasteciese en todo, plagaron la legislación de regulaciones, tasas y licencias y mantuvieron la peseta fuera del mercado de divisas.
Con semejante política económica la posguerra española fue especialmente dura y prolongada. Las cartillas de racionamiento no se retiraron hasta 1952 y el país, muy poco competitivo y cerrado al exterior, no terminaba de despegar a pesar de que Italia y Alemania, que habían quedado devastadas por la guerra mundial, crecían a toda máquina. España en aquel año de la bancarrota era un país rural, pobre de solemnidad y sin demasiadas esperanzas de salir de la penuria. Apenas había inversión extranjera y la inversión nacional era la propia de un país descapitalizado.
Los ministros falangistas, reacios a reconocer su fracaso, tiraron hacia delante abriendo la espita de la inflación, que fue muy alta en toda la década de los 50. La carestía de la vida ocasionó protestas que eran respondidas no tanto con represión policial, sino con más inflación en forma de aumentos salariales descontrolados y por decreto. La situación extrema obligó a tomar medidas en una dirección muy concreta. Y Franco, que ante todo era un hombre práctico, las tomó sin pestañear.
Antes de hacerlo había comenzado a confiar en un grupo de jóvenes con estudios universitarios y miembros del Opus Dei. A su frente se encontraba Mariano Navarro Rubio, un turolense de poco más de cuarenta años que supo rodearse de un equipo leal y con la teoría aprendida. En 1959 se produjo el golpe de timón. Navarro Rubio, titular de Hacienda, y su inseparable Alberto Ullastres, ministro de Comercio, presentaron en el Pardo un programa de recuperación que dieron en llamar “Plan de Estabilización”.
El plan preveía abrir la economía española al mundo, desregularla y poner la peseta a flotar en el mercado de divisas, lo que contendría inflación. El plan era un electroshock aplicado sobre un cuerpo moribundo. Se llevaron a cabo congelaciones salariales y el Estado hubo de desinvertir a toda prisa en un sinnúmero de negocios ruinosos en los que se había metido. Los guardianes de las esencias pusieron el grito en el cielo, pero los hechos no tardaron en imponerse. En 1960 la balanza de pagos ya estaba en superávit. Las reservas exteriores del Estado pasaron de cero a 500 millones de dólares. La inflación se redujo 10 puntos de un golpe y, como por arte de magia, se empezó a crear empleo productivo que respondía a las necesidades de un mercado en expansión.
En España estaba casi todo por hacer, y se hizo rápido gracias a la riada de dinero en forma de inversión extranjera que entró en el país a lo largo de la década de los sesenta. Durante esos años nuestro país fue una China en miniatura marcándose un crecimiento medio del 7% anual. Las ciudades se ensancharon para dar cabida a la población llegada del campo y el grueso de los españoles comenzó a acceder a comodidades propias del primer mundo como los automóviles, los electrodomésticos o las vacaciones en la playa. Para 1974, año en el que el crecimiento se detuvo, España ya era la décima potencia industrial del mundo y los españoles disfrutaban de un nivel de renta comparable al de los italianos.
De aquella revolución silenciosa nació la obra más perdurable del franquismo: la clase media española. Una clase amorfa pero inmensa que conjuraba para siempre el fantasma de las dos Españas. Años después, cuando ya se había obrado el milagro, Franco reconoció ante Vernon Walters, el enviado personal de Nixon, que estaba tranquilo por el futuro de España porque dejaba algo que no encontró cuando llegó al Gobierno: la clase media.
Alberto Ullastres, el hombre tranquilo
Pocos hombres han hecho tanto por España y han pasado tan desapercibidos como Alberto Ullastres. Madrileño de nacimiento, Ullastres hizo la guerra como alférez provisional, pero por lo que pasaría a la Historia no sería por sus gestas de armas, sino por su desmedida afición al estudio y por el Plan de Estabilización económica del 59. Desde el ministerio de Comercio apadrinó el conjunto de medidas que más influyó en la historia económica de España de todo el siglo XX.
Tras la proeza fue destinado a Bruselas como embajador ante la CEE, actividad esta a la que se consagró en cuerpo y alma. No se jubiló hasta los 81 años, cuando se retiró como “defensor del cliente” del BBV. La vida aún le regaló unos años preciosos que dedicó al estudio de la Escuela de Salamanca y de su figura más prominente: Juan de Mariana, otro gran olvidado de nuestra historia