Por otro lado, sin embargo, la izquierda ecologista insta al hombre a que abandone el uso de su razón. El ser humano debe vivir "en armonía" con la naturaleza, guiarse por sus instintos y, en consecuencia, no modificar el medio para adaptarlo a sus necesidades. Un canto al irracionalismo que, por ejemplo, fue denunciado en la Declaración de Hilderberg, donde se calificaba al ecologismo de "ideología irracional que se opone al progreso científico e industrial e impide el desarrollo económico y social".
Con todo, si nos fijamos, en ambos casos se exige al hombre que se pliegue ante fuerzas superiores contrarias a las decisiones que tomaría haciendo uso de su razón. En realidad, pues, tanto el hiperracionalismo planificador comunista como el ecologismo son dos especies del mismo género de irracionalismo. El abuso de la razón no tiene nada de racional; más bien al contrario, se trata de una pretensión por el conocimiento inexistente, de una completa ignorancia acerca de los límites de la propia razón.
Al fin y al cabo, tanto el comunismo como el ecologismo destruyen el progreso económico: el primero, porque elimina la propiedad privada y, con ello, el fundamento de la riqueza y del bienestar; el segundo, porque restringe los usos que puede darse a la propiedad privada y porque se opone al progreso científico.
Un buen ejemplo del irracionalismo ecologista lo encontramos en el famoso y fracasado "Día sin coches", esto es, en la ofensiva contra uno de los más claros símbolos del bienestar occidental y de la globalización.
Si nos detenemos a pensar en qué consiste la tan mentada globalización entenderemos que, en última instancia, significa que la acción humana se encuentra menos constreñida por las distancias físicas. El trabajo y las mercancías se trasladan de un lugar a otro con mayores facilidades. El empresario estadounidense ya no tiene que servir exclusivamente a sus conciudadanos, sino que puede vender en Europa o en China. El trabajador polaco no tiene por qué quedarse en su país, donde los sueldos son más reducidos que en Alemania.
Todo ello se debe, claro está, a unos sistemas de transporte y comunicación más eficientes, que permiten a los individuos abastecerse de aquello que necesitan en un tiempo mucho más corto. Los trenes, los caminos, los aviones, los barcos, las líneas telefónicas o internet permiten una inmediata comunicación y un veloz transporte.
Sin embargo, el coche emerge como una muestra palpable, visible y clara de los beneficios del capitalismo y de la globalización. El automóvil permite a cada individuo experimentar directamente y por sí mismo los sentimientos de libertad y de progreso. Un ciudadano puede no entender cuáles son los beneficios de unos trenes o camiones más veloces, en tanto que la provisión de mercancías en los supermercados parece algo automático. En cambio, es obvio que todo el mundo siente que el coche le permite desplazarse allí donde quiera y cuando quiera. No necesitamos perder ingentes horas de nuestra vida en acudir al pueblo de al lado; no tenemos por qué trabajar en el mismo vecindario; podemos acudir a las zonas festivas aun cuando se encuentren a kilómetros de nuestra vivienda.
Esta sencilla pero fundamental autonomía ha convertido el coche en objeto de culto y veneración para muchos individuos. Quieren coches más rápidos, más seguros y más bellos. Para el ciudadano occidental, el coche –junto con la comida, el vestido, la vivienda y, en cierto modo, la televisión y el teléfono– es uno de los elementos más importantes de su vida. Piensen, simplemente, en cuáles son los primeros bienes que casi todo el mundo intenta adquirir: sin duda, el coche está entre ellos.
No sólo eso, el automóvil es un producto de la ciencia y de la razón humana, usadas para mejorar la vida de los demás (a diferencia de lo que ocurre con el hiperracionalismo socialista, esto es, la razón empleada para destruir la existencia del hombre). Un producto en apariencia elitista pero que, gracias a los métodos de producción capitalistas, se ha conseguido extender a las masas.
En otras palabras, el coche es un producto de la razón y del capitalismo que amplía la capacidad de elección del ser humano y, por tanto, su felicidad.
Precisamente por todo ello, el milenarismo irracional ecologista ha situado siempre el automóvil en el centro de sus críticas. La ofensiva no proviene solamente del Día sin Coches, también de varios impuestos, dirigidos a aminorar su uso (matriculación, circulación o sobre hidrocarburos), encareciendo y alejando de las masas un bien que el capitalismo había generalizado. Las excusas son variadas –la contaminación y el calentamiento global, la histérica escasez del petróleo o su superior siniestralidad– y a la postre irrelevantes.
Los enemigos del automóvil –que a su vez son enemigos de todo lo que el automóvil representa: la ciencia, la razón, el capitalismo, la autonomía y el bienestar– insisten en que debemos cambiar nuestros hábitos y nuestra vida. El transporte público y las bicicletas han de situarse en la vanguardia.
No voy a ser yo quien diga, y mucho menos imponga, a los demás qué medio de transporte es el más adecuado para sus vidas. Mucha gente considera más sano desplazarse en bicicleta, incluso disfruta haciéndolo. Es algo totalmente comprensible y lícito: cada persona tiene unos fines, y para satisfacerlos selecciona los medios más adecuados.
El problema es que, por ese mismo razonamiento, tampoco tiene sentido imponer el uso de la bicicleta a todas aquellas personas que prefieren el coche. Repito: cada cual tiene libertad para seleccionar los fines que juzga más adecuados. Puede que una persona prefiera dormir media hora más cada día en lugar de pedalear hasta su trabajo, por muy saludable que sea este hábito. Es más, ¿se imaginan la bicicleta en un día lluvioso? ¿Se imaginan utilizar la bicicleta para cargar la compra semanal, llevar a los niños a la escuela o trasladar a un familiar al hospital?
Así mismo, es evidente que el desmedido clamor por el uso del transporte público tiene mucho de pulsión colectivista. Primero, decenas de personas se apilan como ganado en un mismo compartimiento. Segundo, el individuo pierde la capacidad de adaptar el medio de transporte a sus gustos (no podemos decorar el metro, ni poner la música que nos gusta por los altavoces). Tercero, la autonomía del automóvil no es comparable a la del medio de transporte de masas; por mucho que las rutas mejoren, es evidente que ni los trenes, ni los autobuses, ni los metros serán capaces de dejarnos "en la puerta" de nuestro destino. El transporte colectivo, por su propia naturaleza, se dirige hacia puntos comunes y de tránsito. Sólo a través del transporte individual (pies, bicicleta, ciclomotor o coche) somos capaces de trasladarnos desde esos puntos de encuentro hasta nuestros destinos particulares. Y cuarto, el transporte colectivo también reduce la privacidad e intimidad de la que podemos gozar en un automóvil: nos expone a la mirada de todos los acompañantes.
Desde luego, el transporte público puede ser muy útil (especialmente cuando la construcción de carreteras sigue siendo una tarea del Estado y, por tanto, los atascos son harto frecuentes), pero debe tratarse de una elección libre, no de una imposición moralizadora.
Afortunadamente, todos estos motivos han provocado que el Día sin Coches se convierta, año tras año, en un rotundo fracaso. Puede que una parte de la población, haciendo alarde de progresismo y "conciencia social", afirme estar de acuerdo con sus reivindicaciones últimas. Pero al final la retórica se consume entre las llamas de la necesidad. De la misma manera que nadie está dispuesto a renunciar a la lavadora o al frigorífico, el coche constituye un elemento indispensable para nuestra vida cotidiana. Eliminarlo supone un frontal ataque a nuestro bienestar y a nuestra autonomía; la mayoría de la población sigue negándose a suicidarse.
Quizá por ello, las Administraciones –como representantes de un interés colectivo que a nadie interesa– imponen su práctica cortando a la circulación los centros de la ciudad. Desde luego, esto sirve para ilustrar cómo la propiedad pública de las calles provoca comportamientos despóticos y caciquiles que, en algún momento, podrían empeorar (por ejemplo, todas aquellas leyes dirigidas a prohibir intermitentemente la circulación de los coches con matrícula par).
Vemos cómo los ecologistas no dudan en moralizar al mundo a golpe de pistola, es decir, utilizando la omnipotencia estatal para prohibir y restringir el uso del coche. No son equivocados predicadores que pretendan convencer a la sociedad de que tiene que cambiar de costumbres; lo suyo no es la persuasión, sino el uso de la fuerza.
Tengamos presente que, como hemos dicho al principio, esta ofensiva contra el automóvil es sólo un caso paradigmático de la hipocondría ecologista que recorre Occidente. Sus objetivos, en realidad, van más allá. Estamos ante una embestida contra la ciencia, la razón, la libertad y la idea misma de ser humano.
El ecologismo puja por reducir la ciencia a un catastrofismo milenarista al servicio del poder político, por impedir el uso de la razón para la satisfacción de las necesidades del individuo, por impedir la elección y el uso de los mejores medios para alcanzar nuestros fines y por subordinar al género humano a la naturaleza.
Practicando el irracionalismo más disparatado, los ecologistas pretenden que el hombre se coloque al servicio de las plantas, los insectos, las ranas o las bacterias. Como dijo Al Gore, no queda claro que la vida humana posea un valor superior al de los árboles. De hecho, muchos ecologistas ya han decidido que tiene un valor incluso inferior. El ataque contra el coche representa un ataque contra nuestro modo de vida y nuestra naturaleza humana. Un claro síntoma de la terrible enfermedad intelectual llamada "ecologismo".