Una de las propuestas estrella del nuevo documento económico de Podemos es la jornada de 35 horas semanales. La idea es aparentemente intuitiva: si en España tenemos más de cinco millones de parados, lo que necesitamos es reducir la jornada laboral para que las horas no cubiertas por los trabajadores actuales sean ocupadas por parte de los parados. Además, se nos dice, el mayor número de trabajadores permitiría ampliar la demanda agregada dentro de la economía, dando lugar a un círculo virtuoso de empleo, gasto, crecimiento, más empleo, más gasto y más crecimiento.
Siendo la reducción impuesta de la jornada laboral tan beneficiosa, uno se sorprende de que no se quiera llevar más allá: por ejemplo, hasta una jornada laboral de 30 o de 25 horas semanales. Total, si, según nos prometen sus proponentes, la reducción de la jornada laboral no acarrea coste ni perjuicio algunos, ¿por qué oponerse a una minoración de la jornada algo superior a la planteada? ¿Por qué quedarse en las medias tintas de 35 horas semanales? Pues porque, en efecto, la reducción de la jornada no está libre de gravosos costes.
Tomemos el caso del salario medio de España, 1.869 euros mensuales, y asumamos que se percibe a cambio de trabajar 160 horas mensuales. Eso significa que el salario medio por hora trabajada es de 11,6 euros. Si la jornada laboral se reduce a 35 horas semanales, que equivalen a 140 horas mensuales (sin que haya una proporcional rebaja de los salarios), el coste por hora trabajada aumentará a 13,3 euros… un incremento salarial del 15%. Como es obvio, de entrada no parece que un incremento del coste de la contratación de un 15% vaya a disparar las contrataciones: encarecer la mano de obra no es la forma más inteligente de promover su demanda por parte de los empresarios nacionales y extranjeros.
Desde Podemos se argumenta, sin embargo, que este incremento del coste de la contratación no es preocupante, ya que el principal problema que tienen hoy en día las empresas es la falta de demanda: y si la masa salarial total aumenta (más gente ocupada a un mayor coste medio por hora trabajada), la demanda de las empresas también aumentará, esto es, más salarios traerán mayores ingresos, que compensarán los superiores costes. Siendo tan sencillo, sorprende que no sean los propios empresarios quienes, en su propio avaricioso interés, no incrementen los salarios para lucrarse sin cesar: si más salarios son más ventas, ¿qué mejor estrategia comercial que aumentar los sueldos continuamente?
La realidad, sin embargo, es más tozuda. Incluso manteniéndonos por un momento dentro del paradigma económico de la demanda agregada, ¿por qué se asume que un encarecimiento de la mano de obra dará lugar a una mayor contratación de trabajadores y, por tanto, a un mayor gasto total? El efecto bien podría ser el contrario: costes más altos, mayores despidos y, por consiguiente, hundimiento de la demanda agregada… un círculo vicioso opuesto al que se nos narra desde Podemos.
Sin ir más lejos, los gastos de personal de las empresas encuestadas en la Central de Balances del Banco de España fueron en 2013 de 100.412 millones de euros, mientras que su resultado neto del ejercicio apenas alcanzó los 7.129 millones. Un incremento de los costes laborales del 7% (recordemos que la jornada de 35 horas supone un aumento del 15% para los trabajadores a jornada completa) habría implicado que la empresa media española entrara en pérdidas: ¿y qué sucede cuando las empresas entran en pérdidas? Pues básicamente que despiden. Y si despiden, ¿de dónde viene el aumento de la demanda?
Ello por no hablar de que, aun cuando no hubiera despidos sino nuevas contrataciones, buena parte del gasto de los nuevos trabajadores bien podría filtrarse hacia al exterior de España: a saber, canalizarse en forma de importaciones. Esto es justo lo que ha sucedido hasta la fecha: siempre que el gasto interior de España ha aumentado en lo más mínimo, las importaciones se han disparado. Más importaciones no es más gasto interior, sino más gasto exterior: a saber, más costes para las empresas y mismos ingresos.
Pero ¿por qué hemos de asumir que más gasto interior equivale a más importaciones? Básicamente porque el problema de España no deriva de la falta de demanda, sino de su inadecuada oferta. España sigue arrastrando un modelo productivo caduco y mortecino, incapaz de proporcionar los bienes que desean los españoles. Sin cambio de modelo productivo no hay cambio de patrones de producción; y para facilitar ese cambio de modelo productivo necesitamos flexibilidad en los mercados y ahorro, esto es, no necesitamos más rigideces regulatorias ni más consumo interno artificialmente alimentado. La imposición centralizada de una jornada de 35 horas, pues, sería un fracaso: elevaría todavía más los costes de las compañías, minaría las bases de la reinversión empresarial (tanto nacional como extranjera), incrementaría el paro forzoso y, en definitiva, retrasaría el cambio de modelo productivo de España.
No en vano, la medida ya fue un fracaso en Francia, pese a haber sido implementada durante un período de bonanza económica global, pese a haber sido adoptada junto con otras medidas de flexibilización interna (como permitir la concentración de horas en una misma semana, llegando a producirse intensificadas jornadas semanales de 48 horas a cambio de otras semanas laboralmente más descargadas) y pese a haber sido cofinanciada por el Estado mediante una lluvia de subsidios y de recortes de impuestos a las empresas (con el ánimo de paliar su coste); algo que no parece que vaya a darse en el caso de España. Y los resultados, pese a ello, fueron bastante pobres: estancamiento a medio plazo de los salarios (cuando no reducción de los mismos) reconocido incluso por quienes defienden la medida e insatisfacción por parte de los trabajadores, al carecer de libertad para escoger sus condiciones laborales. Acaso por ello, Sarkozy abolió de facto la jornada de 35 horas en 2008, cuando incrementó el número máximo de días laborables de 218 a 235.
Pero, como digo, en el caso de España la medida sería muchísimo peor que en Francia, pues se materializaría en un entorno de desempleo masivo y de estancamiento estructural, combinándose con un estrangulamiento empresarial sin precedentes: subida del impuesto de sociedades, incremento muy sustancial del salario mínimo, concesión de privilegios adicionales para los sindicatos y subida extraordinaria de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. Una devastación de nuestro escaso tejido empresarial que se nos vende como inocua por cuanto, nos dicen, la demanda agregada aumentará. Pero no: destruyendo la oferta no hay demanda. Por desgracia, Podemos sigue sin comprender las causas de nuestra crisis: únicamente aspira a regresar a la burbuja. Tal vez por ello disfrute de un creciente apoyo entre todos aquellos que también sueñan con regresar a 2007.