Cualquier persona que haya tenido ocasión de visualizar el cruel homicidio de George Floyd no podrá más que conmoverse y escandalizarse por la brutalidad del cuerpo policial de Mineápolis. No se trata, además, de una excepción: los abusos policiales han sido un fenómeno demasiado común durante demasiado tiempo en EEUU. Aunque es complicado encontrar estadísticas rigurosas al respecto —dado que la mayoría de cuerpos policiales se niegan a denunciar y compartir información sobre sus escándalos internos—, se estima que, entre 2005 y 2011, una media de tres policías fueron arrestados diariamente por comportamientos inadecuados tales como agresiones (13% del total), agresiones graves (8,5%), agresiones sexuales (4,8%) o intimidación (3,8%). Y, desgraciadamente, tales cifras son únicamente gotas en un océano de brutalidad policial, porque, como decimos, la mayoría de abusos ni siquiera son objeto de un procedimiento penal (muchos menos terminan en condena).
Y aunque el homicidio de George Floyd haya dirigido el debate público hacia el racismo presuntamente subsistente dentro de la sociedad estadounidense, el problema —al menos en relación con los cuerpos de seguridad estatales— es mucho más amplio que ese (los abusos policiales no son solo contra negros): se trata de un problema de falta de responsabilidad de la policía en el ejercicio de sus funciones. Es decir, y por expresarlo de un modo más llano, se trata del sentimiento de impunidad de los cuerpos policiales. Una sensación de impunidad que no es en absoluto infundada, sino que hunde sus raíces tanto en las reglas formales como en las prácticas informales que protegen sus actuaciones.
Por otro, la principal práctica informal que blinda a los cuerpos policiales de responsabilidad por sus actuaciones es el denominado ‘muro azul del silencio’, la regla no escrita por la que un agente policial no ha de denunciar bajo ninguna circunstancia los abusos de sus compañeros aunque tenga constancia de ellos. Perro no come perro. Los agentes que denuncian a otros agentes tienden a ser estigmatizados y marginados por el resto de sus compañeros: una práctica que es promovida y coordinada por unos poderosísimos sindicatos policiales que, además, se erigen como un inamovible obstáculo frente a cualquier intento externo de introducir supervisión, control y responsabilidad externa para derribar ese muro azul del silencio.
Decenas de miles de americanos protestan en las calles contra el racismo y la brutalidad policial
La batalla contra el abuso policial en EEUU no será una batalla sencilla de ganar tras tantas décadas de impunidad formal e informal. Pero, afortunadamente, es una noble batalla que ha sido librada desde un comienzo por el liberalismo estadounidense. Por ejemplo, el Cato Institute lleva años informando sobre los casos de abusos policiales cometidos al amparo de la inmunidad cualificada, y ha tenido que ser el congresista libertario Justin Amash quien en los últimos días ha presentado una proposición de ley para poner fin a esa injustificable inmunidad cualificada.
No es de extrañar: el liberalismo se fundamenta en el principio de igualdad jurídica entre todos los ciudadanos… incluyendo aquellos que formen parte del Estado. Políticos y burócratas no deberían gozar de privilegios, amparados en una ilegítima autoridad política, para cercear los derechos individuales de otras personas. De ahí que deban ser civil y penalmente responsables por sus actuaciones en exactamente los mismos términos que cualquier otro ciudadano. Parafraseando al propio Justin Amash, el liberalismo busca establecer límites al Estado para proteger los derechos individuales, mientras que la inmunidad cualificada —y el resto de prácticas informales que eximen de responsabilidad a la policía— busca limitar los derechos individuales para proteger al Estado. Ojalá el repulsivo homicidio de George Floyd sirva al menos para poner fin a tan execrable impunidad policial.