Carlos Jiménez Villarejo y Pablo Iglesias aclararon recientemente en un artículo la clave del pensamiento único a propósito de la fiscalidad: los únicos impuestos malos son los que aún no se pagan.
En efecto, el antiliberalismo predominante jamás presta atención a los impuestos que sí se pagan: esos gravámenes siempre están bien, y si acaso hay que aumentarlos. Pero lo terrible son los que no se pagan: y de ahí la necesidad perentoria de acabar con "los paraísos fiscales y la competencia fiscal perjudicial".
Identifican, como todo el mundo, los paraísos fiscales con el crimen, y no establecen ninguna relación entre ellos y la presión fiscal. Asimismo, no consideran en ningún caso que la recaudación pueda ser objetable, al contrario:
La comunidad internacional no puede resignarse a dejar de recaudar cada año 189.000 millones de dólares, que es el doble de lo que dedica cada año a la ayuda al desarrollo.
La conclusión de esto es patente: la pobreza mundial se podría reducir el doble de lo que se reduce hoy si esas madrigueras delictivas fueran exterminadas. Esto es insostenible, porque no es la ayuda al desarrollo lo que reduce la pobreza y, por tanto, no cabe argumentar que su mayor dotación lo haría aún más.
Si hay gente que puede no pagar impuestos, y no los paga, esto se debe sólo a la inacción y desidia de los políticos, nunca a lo que esos mismos políticos hacen:
No puede tolerarse más la permisividad de los Gobiernos con el fraude fiscal internacional en directo y gravísimo perjuicio de los ciudadanos.
Aquí tenemos el artificio ético: si alguien no paga, eso nos perjudica a todos, lo que es falso, salvo que se pueda demostrar que la reducción del llamado fraude fiscal y el consiguiente aumento de la recaudación total se traducen siempre en menos presión fiscal para cada ciudadano pagador. Como es sabido, lo cierto es lo contrario.