La semana pasada nos enterábamos de que la Comunidad de Madrid rebasaba por la izquierda al Gobierno de ZP anunciando su intención de pagar las operaciones de cambio de sexo para los transexuales con el dinero incautado a los madrileños.
Atendiendo a esta justificación inicial e ingenua del Estado, las operaciones de cambio de sexo serían un bien colectivo imprescindible que el mercado no podría proveer por sí solo y que, por tanto, deberíamos costearlas entre todos.
Siendo ello así, habría que preguntarse qué cantidad de transexuales tiene que proporcionar el Gobierno regional para que la sociedad madrileña pueda funcionar de manera adecuada. ¿Cuál es la producción óptima a la que sólo puede conducirnos el sabio directorio estatal y no el errático mercado? ¿Qué número de transexuales necesitan los madrileños no transexuales para seguir viviendo? El hecho de que estas preguntas nos parezcan absurdas ilustra que la propuesta del Gobierno madrileño lo es en igual medida.
Hemos pasado de un estatismo formalmente timorato a un estatismo abiertamente desinhibido; un estatismo que ha sustituido (o complementado) su subsidiariedad retórica por su preeminencia práctica. Es el Estado quien define cómo y en qué hemos de emplear nuestro dinero, nuestro esfuerzo y nuestra libertad. Ya no se trata de que el Estado haga lo que nosotros queramos que haga, sino de que hagamos lo que el Estado quiere que hagamos.
En otras palabras, el Estado se muestra sin más medias tintas como un arma por la cual una minoría de la población explota a la mayoría o, como diría el liberal francés Frédéric Bastiat, una gran ficción a través de la cual todo el mundo intenta vivir a costa de los demás.
Esto lo podemos ver con claridad en la justificación ofrecida por la Consejería de Sanidad acerca de su renovado arrebato intervencionista con los transexuales: "Se trata de dar una respuesta a las necesidades de este colectivo".
Esta frase mete la pata en dos cuestiones esenciales. Primero, hablar de "colectivo transexual" supone caer en una de las típicas generalizaciones colectivistas que tanto agradan a nuestros políticos. Ni todos los transexuales han tenido que recurrir al dinero ajeno para operarse, ni todos los presentes o futuros transexuales han ejercido la presión sobre los burócratas para que se les concedan semejantes prebendas. En realidad, este uso ligero y simplón del lenguaje responde a un calculado objetivo de vender a la población madrileña el amañado humo de una militancia cerrada y sin fisuras entre los beneficiados por la gracia estatal.
El colectivo no existe salvo en la mente de los políticos que lo han diseñado. El transexual no integra una categoría distinta a la del común de los mortales; el hecho de que haya o quiera cambiar de sexo no es motivo suficiente para segregarlo en un colectivo apartado del resto de la humanidad. Son los políticos quienes dan auténtica carta de naturaleza a esas discriminaciones, marcando por ley a las personas en función de su arbitrario criterio caciquil.
La propuesta del Gobierno madrileño también explota a muchos transexuales que no integrarán esa categoría artificial pergeñada por la Administración. Pensemos simplemente en un transexual que ya se ha cambiado de sexo con su propio dinero; a partir de ahora, financiará la operación, coaccionado, a otros transexuales. El robo no lo perpetran los transexuales a los no transexuales, sino ciertos individuos concretos al resto de la población madrileña, entre la que también hay transexuales. ¿De qué agraciado colectivo hablamos?
Pero si el cliché gregario ya es sintomático, la concepción de un Estado que deba existir para servir intereses particulares lo es en mayor medida. La Consejería está reconociendo que el "colectivo" transexual se sirve del Estado para arrebatar dinero al resto de los madrileños, con el cual satisfacer sus fines privativos. Y dado que, como hemos visto, no existe ningún colectivo, sino sólo una suma de rapaces individuos, deberemos concluir que para la Consejería los intereses, los objetivos, los fines o los sueños de algunos madrileños son más importantes que los de otros; en otras palabras, para la Consejería, ciertos madrileños deberán vivir al servicio de otros madrileños.
Como decíamos, la coacción estatal se convierte en el instrumento por el que imponer a los demás mi escala de objetivos; a través de ella puedo utilizar a los seres humanos como medios inanimados de mis proyectos: les arrebato la riqueza que han generado y la utilizo para mi propio disfrute.
Nadie está negando el derecho de los transexuales a realizarse cuantas operaciones consideren convenientes y necesarias, muy al contrario. A lo que no tienen derecho es a realizarse esas operaciones a costa del dinero ajeno; a quedarse con la riqueza ajena e imponer sus fines particulares.
Por desgracia, en todo este asunto está muy presente el politiqueo, las burocracias y el clientelismo partidista, pero muy poco la libertad. Los transexuales tienen vía expedita para cambiarse de sexo del mismo modo que el resto de los mortales satisface sus fines cuando no parasitan al Estado: trabajando, ahorrando y pagando. El mercado sí puede proporcionar las operaciones que la gente necesita y está dispuesta a pagar: no existe ningún "fallo de mercado" que deba remedir el Estado. Lo que sobra son políticos, y lo que falta es esfuerzo personal.
Si los beneficios del cambio de sexo son puramente individuales, ¿por qué el coste de ese cambio debe provenir del trabajo y el ahorro ajenos? ¿Alguien ha preguntado a cada contribuyente por todos los fines que han dejado y siguen dejando de realizar como consecuencia del atraco fiscal? ¿Qué sentido tiene afirmar que la necesidad de cambiar de sexo resulta prioritaria sobre cualquier otra, hasta el punto de promoverla y obstaculizar las demás? ¿También se trata de un asunto urgente y fundamental para aquellos que no quieren cambiarse de sexo y que sin embargo están obligados a pagar?
Si los políticos quieren ser misericordiosos con ciertas personas, nadie les impide serlo; pero que lo paguen de sus bolsillos. Ser generoso con el dinero ajeno resulta tremendamente sencillo e hipócrita. Estamos ante un cochambroso pasteleo electoralista entre una parte del Estado y ciertos chupasangres bien colocados. Como siempre, el contribuyente paga la factura de esta desenfrenada orgía de votos y privilegios.