Hemos llegado a la lamentable situación en la que nos encontramos por el deficiente y ultraintervencionista diseño institucional del mercado monetario y financiero. El monopolio de la política monetaria y crediticia en manos de los bancos centrales permitió una prolongada etapa de tipos de interés artificialmente bajos que alimentaron una espectacular burbuja inmobiliaria y una grave distorsión de la estructura productiva que ahora hay que corregir. Además, la gestión del crédito con fines políticos, como ocurrió con las hipotecas subprime en el caso de Fannie Mae o ha sucedido en España con los préstamos de las cajas de ahorro, ha añadido más leña a este virulento fuego que amenaza con consumir una buena parte de nuestro capital. Para colmo, la existencia de un prestamista de última instancia y unos pésimos líderes políticos que daban señales de que el crédito barato era algo deseable y que podía mantenerse indefinidamente incentivaron la toma de elevados riesgos por parte de numerosos gestores financieros. Cuando los primeros aventureros financieros se tambalearon, los dirigentes políticos del sistema bancario se encargaron de confirmar que allí estaría papá Estado para rescatarles con dinero ajeno. Y, claro, así pocos se preocuparon por reducir el riesgo y tratar de capitalizarse.
Quienes nos metieron en este lodazal y aseguraban hace apenas unos meses que no entraríamos en crisis ni recesión nos dicen ahora que no podemos dejar que sea el mercado el que reajuste porque hay pánico y desconfianza; un pánico y una desconfianza provocados por sus anteriores intervenciones. Así que sin que se les caiga la cara de vergüenza se presentan ante la ciudadanía como auténticos redentores con un plan de salvación para comprar activos de la banca que se financiará con una gigantesca emisión de deuda que succionará el poco ahorro que queda y dañará la credibilidad y el poder adquisitivo de nuestra moneda.
El plan podría haberse diseñado para solucionar exclusivamente las dificultades de las empresas para financiarse a corto plazo, pero no se ha querido hacer así. Por lo tanto se ha abierto la puerta a que el Estado se dedique a refinanciar a aquellas entidades de crédito viables pero con problemas para refinanciarse a largo plazo o, lo que sería enormemente grave, que directamente se dedique a la compra de activos de las entidades con problemas de solvencia, cuyos casos más sangrantes se encuentran entre las cajas de ahorro gobernadas por los partidos políticos, para recapitalizarlas. Cualquiera de las dos opciones constituye el perfecto caldo de cultivo para el amiguismo y la corrupción. En el primer caso, el organismo político tendría que disponer tanto del conocimiento como de los incentivos para no hacer daño y contribuir a la recuperación. En el segundo reina la arbitrariedad, se enfrenta con la decisión de los consumidores de liquidar las malas inversiones y está abocado al fracaso porque perpetuaría los errores del pasado.
Llegados a este punto nos queda exigir la publicación inmediata de todos los datos de las operaciones crediticias que se realicen y estar atentos para exigir las responsabilidades penales que puedan derivarse. Conviene además que vayamos pensando en una reforma del sistema financiero en la que desaparezcan el intervencionismo político y los privilegios al tiempo que introducimos el libre mercado.