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¿Debe un liberal combatir la pornografía?

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No existen argumentos de peso que justifiquen la restricción de la pornografía por parte del Estado.

“La pornografía es inmoral […] porque implica la cosificación, deshumanización, mercantilización y pública exhibición de algo que debería ser personal, humanizado e íntimo, como el sexo”, aseveraba el profesor Contreras en su último artículo.

Instituciones como la familia o la monogamia aportan estabilidad a una sociedad, un aspecto que contribuye a la convivencia pacífica entre sus integrantes. La pornografía, como bien apunta el profesor Contreras, puede debilitar su fortaleza, no la de la convivencia pacífica, sino la de esos lazos familiares. Puede contribuir al aumento de la apatía sexual, el deseo de experimentar en las prácticas sexuales conyugales (o fuera de ellas), entre otras cosas. En ese sentido puede ser contraria a la moral sexual (discusión en la que no me voy a extender porque creo que no es la que atañe).

En cualquier caso, no forma parte del objetivo del Estado promover una visión de la sexualidad, sino garantizar las libertades individuales de sus ciudadanos, entre las cuales se encuentra escoger y desarrollar la concepción de la sexualidad que uno desee, libre de interferencias de terceros y siempre que no cause daños en la esfera de libertades básicas de los demás. Los adultos que deciden consumir esos bienes lo hacen libre y voluntariamente, pues no están sometidos al poder de las productoras de pornografía, de forma que pueden inmunizarse frente a sus productos, si así lo desean. 

En esas mismas palabras iniciales el autor parece señalar la clave del supuesto problema con la pornografía: la introducción de dinero en un intercambio, en este caso sexual, distorsiona su significado. Pagar por ver sexo o recibir dinero por grabarse teniendo sexo distorsionaría el significado de las relaciones sexuales, que deben ser algo íntimo y personal. Y no hay duda alguna de que muchas personas consideran que la actividad sexual debe estar relegada única y exclusivamente a la intimidad de la pareja, o incluso a la del matrimonio. Pero esto no es así para todo el mundo. Y de nuevo, no está entre las prerrogativas del Estado dictar cuál debe ser el significado del sexo.

Los individuos son diversos y sus gustos sexuales también. Y mientras se trate de relaciones voluntarias entre adultos, la libertad individual debe primar. No solo el consumo de la pornografía está cada vez más extendido, sino que también son más habituales las relaciones abiertas o el poliamor. Y que estas se adecuen o no a nuestros estándares morales no debe ser más que susceptible de discusiones de barra de bar.

El autor también señala con gran preocupación la facilidad de acceso que los menores tienen a ese tipo de bienes. Y considera que el gobierno debe, de alguna manera, restringirla. Aunque no se especifica la forma en la que esto se debe llevar a cabo, resulta gracioso constatar cómo los liberal-conservadores, que en otras ocasiones ponen el peso de la responsabilidad en las familias, sobre todo en todo aquello relacionado con los menores, y reniegan de la intervención del Estado en su educación, ahora quieran pedir a ese Estado que intervenga. Sobre todo cuando hay numerosos mecanismos a través de los cuales las familias pueden restringir a sus hijos el uso de internet.

Parece sin embargo que bajo la “preocupación” por la educación sexual de los menores se enmascara la voluntad de dirigir la vida de los ciudadanos, de señalar qué es correcto y qué no, y estigmatizar a aquellos que voluntariamente escogen caminos, financiados por ellos mismos, que se alejan de ese ideal establecido.

Pero, no solo solicita su restricción en el acceso, sino también, si es posible, campañas de sensibilización y altos impuestos. Para ello se apoya en una serie de estudios que “constatan” los efectos perjudiciales de la pornografía, tanto en lo que se refiere al incremento de la adicción al sexo, la despersonalización de las relaciones sexuales, la extensión de parafilias y prácticas sexuales de riesgo o el aumento de la violencia. Unas afirmaciones bastante contundentes cuando también hay otras decenas de estudios que apuntan en direcciones contrarias.

Diversos estudios, entre los que se encuentran Diamond (2009), Diamond et al. (2011), señalan que según la evidencia disponible la exposición a la pornografía no está asociada con el aumento de crímenes sexuales. Incluso algunos (Ferguson & Hartley, 2009 o Kutchinsky, 1973) apuntan precisamente a lo contrario. Además, otros (Mould, 2010) muestran cómo la mayoría de estudios que relacionan la exposición la pornografía con la violencia presentan problemas metodológicos. E incluso algunos como Kutchinsky et al. (1992), que encuentran en la exposición a la pornografía un factor que contribuye a la predicción de la reincidencia criminal, argumentan que este solo es una de los posibles factores a tener en cuenta. 

Por otro lado, los efectos adversos enumerados por el autor, son en todo caso costes que asumen sus consumidores. Esto no es en ningún caso comparable a las externalidades generadas por el consumo de tabaco o alcohol. Y no tanto en su alcance, que también, sino por el hecho de que el consumo de tabaco o alcohol afecta tanto al que lo consume como a terceras personas (conducir bajo los efectos del alcohol puede tener graves consecuencias para los demás conductores o transeúntes o fumar puede tener consecuencias negativas para los llamados “fumadores pasivos”).

Con la pornografía no ocurre lo mismo. A priori no existe ningún tipo de “daño colateral” que justifique dicha intervención. Una campaña de sensibilización pagada con el dinero de los contribuyentes para sensibilizar a adultos libres sobre los cuestionados efectos del consumo de la pornografía, no parece una buena opción. Más allá de lo legítimo de quienes individualmente quieran organizarse para hacerlo y financiarlo.

Lo mismo sucede con la introducción de algún tipo de impuesto, conocido como impuesto pigouviano, para corregir esas externalidades. Tanto si entendemos que son los individuos los que internalizan sus costos, porque sus comportamientos no generan un coste extra que los contribuyentes deben asumir, fruto de su consumo de pornografía; como si la restricción del consumo de la pornografía genera otras externalidades peores que las que se pretenden evitar, un impuesto pigouviano está totalmente injustificado. La base teórica de una externalidad es no poder elegir si se quiere o no, ni poder escapar de ella. Así los efectos adversos de la pornografía no parecen serlo. 

En definitiva el sexo no solo tiene un significado, para muchos, relacionado con el amor y la intimidad emocional, sino que también responde a una necesidad reproductiva, de aumento del autoestima y, por supuesto, de placer. Y aunque está claro que para satisfacer las funciones reproductiva y de fomento de la intimidad emocional, el sexo tiene que ser algo íntimo y personal; no está tan claro que eso sirva para que muchas personas satisfagan las otras dos funciones. 

Una sociedad libre, donde se respeten las libertades de todos los ciudadanos, requiere de una cultura (normas sociales) que lo acompañen. Si algunos productos pornográficos (no todos) contribuyen a mantener unas normas sociales que dificultan la convivencia pacífica y, debemos plantearnos qué hacer al respecto. Pero por el momento no existen argumentos de peso que justifiquen la intervención estatal. No solo porque se trata de elecciones tomadas por adultos libres, sino porque probablemente sólo generaría un mercado negro de esos bienes. Probablemente la solución sea un cambio en las normas sociales que debe liderar la propia ciudadanía.

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