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Desastres naturales y teorías desastrosas

Publicado en Libertad Digital

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El reciente terremoto que se ensañó con parte del litoral asiático y africano no sólo ha venido a poner de relieve la falsedad de las más recónditas teorías sobre la necesidad del estado. Además, parece como si trajera consigo el florecimiento de teorías económicas descabelladas. En realidad, la catástrofe bien podría destapar dos vergüenzas malamente escondidas por el nutrido gremio de economistas que las defiende, y causar estragos entre sus miembros.

La primera es una falacia que humilla a los damnificados e insulta la inteligencia de la especie humana al afirmar que a largo plazo las catástrofes son beneficiosas para la economía de la zona afectada. Con motivo del tsunami que ha anegado la vida y la propiedad de millones de personas, esta patraña vuelve a emerger y, desafortunadamente, se hace necesario refutarla por enésima vez.

En 1919 Ludwig von Mises explicó que si bien “los terremotos representan un buen negocio para los obreros de la construcción y el cólera mejora el negocio de los médicos, los farmacéuticos y los empresarios de pompas fúnebres, a nadie se le ha ocurrido hasta ahora celebrar los terremotos y el cólera como estimuladores de las fuerzas productivas en beneficio del interés general.”

Sin embargo, lo que a nadie se le hubiese ocurrido decir en 1919, se ha afirmado en innumerables ocasiones desde que el gran economista austriaco escribiera esas líneas. “Las guerras son buenas para el mercado” o “los desastres naturales estimulan la actividad económica” son penosas frases a las que nos hemos habituado a golpe de oírlas. La última marea de estas disparatadas afirmaciones nos ha llegado como consecuencia del terremoto asiático. Por poner un ejemplo del que se ha hecho eco el Mises Institute, el economista estadounidense del Instituto para la Economía Internacional, Fred Bergsten, ha defendido que en el caso de los maremotos del Índico “como en el caso de cualquier otro desastre, se produce un efecto negativo a través de la destrucción de la propiedad y la salud de las personas, pero se obtiene un estallido de nueva actividad económica para reemplazarlos que sopesados resulta generalmente bastante positiva.”

En su esencia este tipo de afirmaciones viene a decir que la destrucción de los medios con los que los seres humanos alcanzan sus fines es buena a largo plazo porque habrá que utilizar numerosos recursos en actividades que generen los bienes y servicios necesarios para volver a satisfacer aquellas necesidades. Como bien saben todas las personas bien educadas en lógica o en buena teoría económica, el timo reside en el hecho de fijarse en la reconstrucción y los empleos que posibilita, y olvidar que si nada hubiese sido destrozado, esos recursos serían empleados en satisfacer nuevas necesidades, que ahora no podremos cubrir, porque los tenemos que usar en tratar de volver a contar con lo que ya teníamos. Se trata de la vieja falacia de la ventana rota, que el gran economista francés Frederic Bastiat refutara en el siglo XIX, aplicada a las tragedias naturales.

Y es que la frase de Mises suena ingenua porque la escribía diecisiete años antes de que “la teoría general” de Keynes se convirtiera, para desgracia de casi todos –y a excepción de quienes han alcanzado cátedras y ministerios gracias a la defensa de las bondades de la expansión del gasto público y la inflación– en el texto económico más influyente del siglo XX. En esa Biblia del intervencionismo económico su autor llega a afirmar sin sonrojo alguno que “la construcción de pirámides, los terremotos e incluso las guerras, pueden servir para aumentar la riqueza […].”

Y, después de todo, el resurgimiento de estas pseudos-teorías era de esperar. La teoría Keynesiana que subyace tras estas gigantescas y vergonzantes falacias, ha dominado la ciencia económica hasta hace muy poco y, aún hoy, forma parte de esa corriente mayoritaria que suele llamarse neoclásica cuyas ideas siguen enseñándose en una aplastante mayoría de las facultades de economía de todo el planeta. Una lamentable situación que el control público de la educación tiende a perpetuar más allá de la definitiva derrota del keynesianismo tanto en la teoría como en la práctica.

Pero las falacias económicas ligadas a las catástrofes no se detienen en ese imaginario efecto beneficioso a largo plazo de los destrozos materiales gracias al impulso que inducen en la actividad económica. Llegan a profundidades verdaderamente inquietantes y raras veces reconocidas explícitamente. Y es que sugieren, ni más ni menos, que puede existir un beneficioso efecto económico de la muerte de miles de seres humanos sobre el bienestar de quienes sobreviven a la catástrofe si el valor de mercado de los destrozos materiales y del perjuicio para la actividad económica no son lo suficientemente grandes como para contrarrestar la proporción de renta que queda por habitante. Es decir, que si no fuese porque los maremotos han dañado gravemente al sector pesquero y turístico de la región, su mortífera arremetida sería, con toda seguridad, beneficiosa para el nivel de vida de quienes han sobrevivido. Peter Thomas Bauer ya denunció la implicación inversa de estos inhumanos disparates en medio del desierto académico de los años 70 cuando observaba que “mejor salud y esperanza de una vida más larga a menudo reducen las rentas per cápita medidas en forma convencional (en comparación con lo que hubieran sido de otra manera), con el paradójico y sin duda perverso resultado de que lo que claramente es una mejora, en las condiciones de la gente se presenta como un deterioro.”

Nada hay en una catástrofe natural que afecte a los logros de seres humanos que pueda ser considerada positiva para la economía o la sociedad en general. Es más, si para colmo el fenómeno natural se lleva por delante vidas humanas, el desastre económico –aparte de personal– es inmenso y, en buena medida, irreparable. El desencuentro de estas teorías con la realidad se debe a que en ellas los agregados económicos suplantan a los datos que sólo tienen sentido tratados individualmente en referencia a contextos determinados; los fines y medios de los individuos pierden su carácter subjetivo y se convierten en referentes objetivos a los que todas las personas han de dirigirse; y el individuo es sustituido por entes abstractos como el estado en su papel protagonista del proceso social. La única posibilidad de que dejemos de escuchar estas falaces afirmaciones que afrentan al ser humano como ser racional es un giro radical en la enseñanza económica de nuestros bachilleres y nuestros universitarios. Y para conseguirlo, me temo que primero habría que acometer la oceánica tarea sacar las zarpas estatales de la educación de nuestros jóvenes.

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