¿Puede ser Italia el golpe definitivo que ponga en cuestión la Unión Europea tal y como la conocemos?
En el principio fue Grecia. El derrumbamiento de la economía griega, herida de muerte por la crisis del 2009, abrió una grieta en la Unión Europea. ¿Podemos echar a los griegos para neutralizar el euro y no salpicar al resto de las economías europeas? Esta era la pregunta que todos los analistas se formulaban. La Unión Europea aparecía como el Hotel California de la canción de Eagles, ese lugar en el que cualquiera puede entrar, pero del que nadie puede salir. No había protocolo de expulsión, los países podían abandonar la UE, pero solamente si querían. Y esa peculiaridad fue la que forzó a que la Comisión Europea tuviera que hacerse cargo de una solución para Grecia, y también para todo el que quisiera pedirlo y estuviera justificado. Portugal, Irlanda y Chipre fueron rescatados y a España se le concedió una línea de crédito para solucionar el problema bancario (básicamente, para salvar las cajas de ahorro). La semana pasada el Eurogrupo declaraba que, con suerte, en junio podría acabar el largo y doloroso rescate griego que ha durado ocho años. En la misma reunión, se trató el tema de la Unión Bancaria y el refuerzo del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad). En ambos casos, el objetivo es reducir riesgos y afianzar la seguridad financiera y bancaria de los miembros de la UE, por lo que pueda pasar.
El segundo asalto fue el Brexit. Cameron, entonces primer ministro del Reino Unido, planteó un referéndum para perderlo y lo ganó. Y así, el país más escéptico respecto a las ansias unionistas de otras naciones, como Francia, por ejemplo, comenzó su andadura hacia la puerta de salida de la Unión Europea, dejando un mensaje flotando en el aire: “Se puede salir”. El propio Cameron, que dimitió, reconocía en la pasada cumbre de Davos, que los efectos del Brexit no iban a ser tan negativos como se esperaba inicialmente. Ciertamente, las perspectivas para el Reino Unido no eran las mejores, especialmente debido a las dudas respecto al pasaporte financiero, la inestabilidad de la libra, la situación de los pensionistas británicos en la Unión Europea y el ajuste presupuestario europeo. El tira y afloja entre Theresa May y la comisión negociadora de la Unión Europea en el que unos y otros amenazan con plantear un Brexit duro, de momento, no ha causado muchas bajas. De ahí que las palabras de Cameron el pasado enero, afirmando que el Brexit es un error, pero no un desastre, tengan su importancia.
El tercer acto, aún en el escenario, es el proceso separatista catalán. A nadie se le escapa que, si en el momento inicial, la Unión Europea hubiera reconocido el derecho secesionista de Cataluña, aunque fuera mediante un simple gesto, el gobierno español no habría podido evitar la independencia. Salvando las enormes diferencias en la historia y en el entorno, es un caso similar al de Kosovo, nación reconocida por 112 de los 193 países que componen las Naciones Unidas. España, obviamente, es uno de los países que no lo hace y exige a los kosovares el pasaporte albanés. Lo que ha puesto sobre la mesa europea el proceso catalán es la necesidad, para su supervivencia, de estados-nación sin fisuras separatistas, cuando de hecho hay una lista de regiones con reclamaciones territoriales, además del caso especial de Escocia: Baviera, Piamonte, Bretaña, la división entre flamencos y valones en Bélgica, Córcega, son algunos ejemplos. Pero la UE no puede reconocer este nuevo orden europeo si tiene que ofrecer el mismo “estado de bienestar” para todos: subvenciones, ayudas, apoyo económico. Ni siquiera sería viable engrosar la lista de países en espera de ser aceptados que han de ser auditados y acompañados en el proceso.
La situación judicial de Puigdemont y sus exconsejeros, las órdenes europeas de ida y vuelta, y el cruce de peticiones y resoluciones del fiscal y el juez alemanes no ha hecho más que mostrar la debilidad de la unión jurídica, y el problema tan complicado que el reconocimiento de la soberanía nacional trae consigo.
Y, cuando aún está por solucionarse el tema catalán, aparece un nuevo actor: Italia. El nuevo país mediterráneo que está haciendo temblar el suelo bajo los pies de la Unión Europea es uno de los más escépticos respecto a la necesidad de una unión total. Así lo han manifestado sus ciudadanos en más de una ocasión en los sondeos. Además, es el tercer país, junto con Bélgica y España, que no logra formar gobierno tras unos comicios, por falta de acuerdo entre los partidos políticos. De hecho, a las veinticuatro horas de cerrar un extraño acuerdo de gobierno bajo el mandato de Giuseppe Conte, ha estallado la crisis. El problema es el rechazo del presidente Matarella a nombrar ministro de economía a un euroescéptico designado por la coalición de partidos encabezada por Conte. De hecho, Matarella ha encargado a un técnico, Carlo Cotarelli, la misión de formar un nuevo gobierno. La razón no es otra que evitar los problemas económicos que podría traer el que el ministro propuesto, Paolo Savona, hubiera expresado claramente su rechazo al euro por las consecuencias fiscales que implica la moneda común. Sin embargo, Savona no está en contra de Europa. Pero, para él, la senda europea no es la del ajuste y la austeridad. La fragilidad de las finanzas italianas, con enormes problemas bancarios de los que se ha librado a duras penas, no resistiría un empeoramiento de la credibilidad en los mercados. La subida de la prima de riesgo, que anda ya en los 200 puntos, es lo que ha forzado a Matarella a poner orden. Pero ¿qué mensaje está transmitiendo esta situación? ¿Debe Berlín (más que Bruselas) dar el visto bueno a los ministros de los países miembros? ¿Así de frágil es la unión? ¿Puede ser Italia el golpe definitivo que ponga en cuestión la Unión Europea tal y como la conocemos?