Marina se empeña en reducir todo el pensamiento liberal moderno a la figura y obra de Friedrich Hayek.
Tal como suele suceder en la mayoría de debates filosóficos, arrancamos reflexionando sobre un asunto muy específico —qué opinan los liberales sobre el derecho a la educación— y terminamos retrotrayendo la discusión a cuestiones más fundacionales —qué es un derecho, de dónde surgen los derechos, cómo conocemos el contenido de los derechos, etc.—. En parte es lógico que así suceda: las discrepancias pueden no deberse a que alguien esté empleando incorrectamente las leyes de la lógica, sino a que las premisas de las que esté partiendo no sean correctas. Sin embargo, en parte también es una pena que esto se produzca, pues sólo contribuye a desviar continuamente el foco del debate para evitar llegar a conclusión alguna: se trata de una estrategia argumentativa común conocida como “falacia del blanco móvil”, esto es, en lugar de reconocer que he descrito erróneamente la posición liberal sobre el derecho a la educación, critico la presunta visión que los liberales tienen de “derecho” para así abrir nuevos frentes sin cerrar los anteriores.
En su nuevo artículo, José Antonio Marina no entra a responder las muy críticas específicas que le dirigí y opta, en cambio, por abrir un nuevo melón: qué entienden los liberales por “derecho”. En su texto, el filósofo toledano reitera uno de los argumentos que ya expuso en su anterior artículo y que ya le expliqué que era falaz: a saber, que los liberales no creen en los derechos humanos. Ahora vuelve a la carga y nos explica que, para los liberales, los derechos no existen por cuanto razonamos desde el estado de naturaleza y en el estado de naturaleza no existe derecho alguno: para el liberalismo, según Marina, los derechos surgen de un equilibrio de fuerzas que terminan cristalizando en un contrato multilateral del cual se derivan los derechos y las obligaciones en sociedad. A su entender, esta visión es incorrecta por cuanto es posible dar un fundamento racional a los derechos partiendo de la dignidad humana y constituyéndolos en un mecanismo para “resolver los problemas de convivencia”: es, de hecho, dentro de esos derechos humanos donde Marina ubica su ‘derecho a la educación pública’, entendido como el derecho de cada individuo a que el resto de la sociedad le proporcione educación a través del sector público.
En el presente artículo expondremos cuál es la visión (o visiones) del liberalismo sobre los derechos individuales para luego explicar nuevamente por qué el derecho a la educación pública no encaja dentro del liberalismo ni tampoco dentro del marco ético expuesto por Marina.
¿Derechos para el liberalismo?
La derivación de los derechos es uno de los problemas centrales de la filosofía moral: qué puede exigirle cada persona al resto de la sociedad y cómo podemos coincidir intersubjetivamente en el contenido de esos derechos. El contenido de los “hechos” (proposiciones positivas o descriptivas) pueden llegar a consensuarse a través de nuestra percepción sensorial refinada por el método científico: una vez acordamos intersubjetivamente los patrones arbitrarios a partir de los cuáles definiremos la realidad, es factible que dos o más personas concuerden con cuál es la realidad (por ejemplo, si “un metro” es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, podemos saber si un poste tiene o no una altura de cinco metros). El contenido de los derechos (las proposiciones normativas) son más difíciles de consensuar porque no constituyen realidades materiales que puedan aprehenderse mediante los sentidos: desde la guillotina de Hume, sabemos de la imposibilidad de derivar el deber ser a partir del ser.
Por eso, no existe en el campo de la filosofía moral un amplio consenso acerca de cómo aceptar o rechazar las proposiciones normativas: por un lado, el subjetivismo ético sostiene que la validez o falsedad de las proposiciones normativas depende de los valores o incluso emociones personales de cada individuo; por otro lado, el objetivismo ético sugiere que la validez o falsedad de las proposiciones normativas es independiente de las creencias de una persona, pues existen valores morales intrínsecamente válidos a partir de los cuales juzgar las proposiciones normativas. Y, a su vez, dentro del subjetivismo u objetivismo ético podemos encontrar diferentes corrientes filosóficas más los desarrollan (cognitivismo, emotivismo, intuicionismo, contractualismo, utilitarismo, iusnaturalismo, pluralismo moral, etc.).
La fundamentación filosófica de la moral es, pues, controvertida y esa controversia también afecta a la fundamentación ética de la filosofía política del liberalismo: no en vano, los distintos pensadores liberales modernos proceden de tradiciones filosóficas distintas y, en consecuencia, han contribuido a defender las proposiciones normativas del liberalismo (el conjunto de derechos individuales que propugna el liberalismo) desde perspectivas muy diferentes y a menudo enfrentadas. En este libro del Instituto Cato, Arguments for Liberty, pueden encontrarse hasta nueve enfoques distintos para defender la filosofía política liberal: el utilitarismo, el iusnaturalismo, el kantianismo, el contractualismo hobbesiano, el contractualismo rawlsiano, la ética de las virtudes, el objetivismo, el intuicionismo y el pluralismo moral. Y ni siquiera el libro es exhaustivo en presentar todas las posibles fundamentaciones a través de los cuales puede articularse una defensa moral del liberalismo: lo cual, por cierto, lejos de suponer una debilidad constituye una fortaleza (lo que Rawls denominó un consenso entrecruzado).
Marina, sin embargo, se empeña en reducir todo el pensamiento liberal moderno a la figura y obra de Friedrich Hayek. Y no niego que Hayek haya tenido una importancia crucial dentro del liberalismo moderno, pero es profundamente simplista reducir todo el liberalismo moderno a la obra de Hayek. Muy en especial cuando estamos hablando de filosofía moral: en su vertiente jurídica, Hayek tiene mucho más de sociólogo del derecho —explicación evolutiva acerca de cómo surgen las normas— que de filósofo del derecho —argumentación de los valores que deberían subyacer, o no, a las normas—; de ahí que el austriaco sea una mala referencia para aprender acerca de la fundamentación ética de los derechos liberales (aunque constituya una excelente referencia para aprender acerca del sano escepticismo antirracionalista que debería imponer límites prudenciales a una filosofía moral excesivamente constructivista de las instituciones sociales). Tan es así que en mi primera réplica a Marina ni siquiera le remití a Hayek como referencia del pensamiento filosófico liberal moderno.
Pero bien parece que Marina sólo se haya aproximado al pensamiento liberal a través de una (parcial e ideologizada) lectura de la obra de Hayek. Sólo así puede entenderse que el filósofo toledano insista en su afirmación de que el liberalismo no cree en los derechos humanos en tanto en cuanto el pensamiento liberal se desarrolla dentro del marco de un estado de naturaleza prejurídico. Como mucho, esta afirmación podrá ser cierta para el caso del liberalismo hayekiano: pero lo es porque Hayek no pretende justificar éticamente cuáles deberían ser los derecho (no es su propósito de estudio y, sobre todo, Hayek era un subjetivista ético a fuer de antirracionalista que rechazaba la existencia de valores morales objetivos y, en especial, la capacidad del ser humano para descubrirlos mediante el uso de la razón). De ahí que Marina no sólo se equivoque al equiparar liberalismo con pensamiento hayekiano, sino también al caracterizar el contenido hayekiano del modo en el que lo hace.
Así las cosas, según Marina, para Hayek un individuo carece de derechos por el mero hecho de existir, lo cual parece implicar que Hayek veía con buenos ojos el que personas incapaces de aportar algo a la sociedad —como los ancianos o enfermos— quedaran condenados a morir de hambre y en la completa marginalidad. Desde el enfoque estrictamente evolutivo del derecho que adopta Hayek, es cierto que las personas no nacen con derechos —el propio Marina reconoce que los derechos son una “ficción”—, pero eso no implica que los valores personales a los que se adscribía Hayek —y, por tanto, el modelo de sociedad en el que le gustaría vivir y a la que evolutivamente pensaba que nos dirigíamos— supusieran denegar el derecho de subsistencia a aquellas personas incapaces de aportar algo a la sociedad. De hecho, Hayek sobresalió durante toda su vida intelectual por defender una renta mínima de inserción justamente para auxiliar a aquellas personas que quedaban descolgadas de la Gran Sociedad. Por ejemplo, en Derecho, Legislación y Libertad afirma:
«Se trata del problema de quienes, por varias razones, no pueden ganarse la vida en una economía de mercado, como los enfermos, los ancianos, impedidos físicos o mentales, viudas y huérfanos, es decir, aquellos que sufren condiciones adversas, que pueden afectar a cualquiera y contra las que muchos no son capaces de precaverse por sí solos, pero a los que una sociedad que haya alcanzado cierto grado de bienestar puede permitirse ayudar. Asegurar a todos una renta mínima, o un nivel por debajo del cual nadie descienda cuando no puede proveerse por sí mismo, no sólo es una protección absolutamente legítima contra riesgos que no son comunes a todos, sino una tarea necesaria de la Gran Sociedad donde el individuo no puede apoyarse en los miembros del pequeño grupo específico en el que ha nacido».
Dicho de otro modo, en las citas que descontextualizadamente nos aporta Marina, Hayek sólo constataba su visión escéptica de que los seres humanos nacen sin derechos y que éstos son el producto de la evolución socio-cultural (el famoso orden espontáneo hayekiano). Pero, a su entender, esa misma evolución socio-cultural, motivada en parte por el grado de progreso material de una sociedad, terminaría facilitando una convergencia jurídica entre las distintas sociedades que llevaría a que éstas se rigieran por normas inclusivas para los excluidos sociales (derecho a una renta mínima). Sí es cierto que Hayek se oponía a una ayuda exterior voluminosa y permanente hacia sociedades pobres, pues consideraba que en tal caso no sólo se perpetuaba su pobreza sino que se incentivaba un crecimiento poblacional mayor que el que esas sociedades podían permitirse. El propio Marina, sin ir más lejos, califica de “absurda” la sugerencia de que los ciudadanos de los occidentales carguen con la obligación de financiar una educación de calidad en el Tercer Mundo, aun cuando él mismo dice que la educación es un “derecho humano” y no un “derecho nacional”. ¿Por qué Marina le reprocha a Hayek que se oponga a una amplia redistribución global de la renta cuando él mismo se opone a esa redistribución en una materia a la que califica de derecho humano fundamental?
En definitiva, uno podrá estar de acuerdo con Hayek o no estarlo (yo mismo no lo estoy en su parca fundamentación filosófica de los derechos), pero lo que no debe hacer en ningún caso es: a) reducir el pensamiento liberal moderno a la obra de Hayek; b) distorsionar los argumentos contenidos en la obra de Hayek; c) rasgarse las vestiduras por aquellas partes del argumentario hayekiano con las cual uno coincide aunque trate de ocultarlo de cara a la audiencia. Marina, desgraciadamente, cae en estos tres errores en su nuevo artículo.
De la dignidad kantiana al derecho a la educación
Como ya he indicado, existen muchas vías posibles para justificar los derechos humanos. Una de ellas es el kantianismo, a la que sin mencionarlo en su texto se adscribe Marina: los seres humanos poseen una dignidad intrínseca que los convierte en fines en sí mismos y no sólo en herramientas al servicio de los demás. De esa dignidad intrínseca se deriva el imperativo categórico a respetar a todas las personas, esto es, a dotarlas de derechos frente al resto de la sociedad: este reconocimiento de derechos individuales frente al a la sociedad no equivale a negar la perogrullada de que todo individuo nazca y se desarrolle “en una urdimbre social previa a ellos” —tal como erróneamente afirma la visión comunitarista a la que paradójicamente apela Marina para atacar mis planteamientos sin darse cuenta de que con ello también está socavando los suyos— sino a afirmar que los individuos disfrutan de derechos incluso frente a la sociedad que los ha visto nacer. No es la sociedad la que tiene derechos frente al individuo, sino cada individuo frente al resto de individuos que conforman la sociedad en la que habita: una persona puede nacer en una sociedad mayoritariamente católica o musulmana, pero —justamente por su dignidad intrínseca— eso no implica que ese individuo guarde algún tipo de obligaciones hacia la cultura, la tradición o los valores mayoritarios; tal como resumió lapidariamente Amy Gutmann: “La concepción de bien común de los puritanos de Salem en el siglo XVII los empujaba a cazar brujas; la concepción de bien común de la moral mayoritaria durante el siglo XX empujaba a la sociedad a no tolerar a los homosexuales. Es el respeto a los derechos liberales, y no la ausencia de una comunidad establecida, lo que se opone entre la moral mayoritaria y el equivalente contemporáneo a la caza de brujas”. La dignidad kantiana nos lleva a defender el derecho como un conjunto de restricciones a la opresión que puede ejercerse sobre la autonomía de cualquier persona, por mucho que esa opresión cuente con el respaldo de la mayoría.
Pero, ¿cómo pasamos de la idea general de los derechos humanos, derivados de la dignidad individual, al derecho a la educación pública que proclama Marina? En su anterior artículo, el filósofo toledano defendió el derecho a la educación pública ligando la educación con la libertad: sin conocimiento no existe libertad de elección real, y esa restricción de la capacidad de agencia de un individuo atentaría contra su dignidad. De ahí se derivaría, supuestamente, el derecho humano a la educación pública. Pero, como ya expliqué, mucho me temo que este argumento es marcadamente insuficiente para defender lo que pretende defender: como mucho, de él puede derivarse el deber a abstenerse de impedir que una persona adulta y responsable se eduque en aquellas disciplinas que juzgue necesarias para realizar sus proyectos vitales o el deber de los tutores legales de un menor a proporcionarle la educación suficiente para convertirla en una persona adulta y responsable. Incluso podría derivarse el deber —subsidiario al de los tutores legales y a los de asociaciones voluntarias de carácter comunitario— de que el conjunto de la sociedad sufrague la educación de aquellos menores cuyos tutores legales carecen de medios materiales para hacerlo: pero, en todo caso, deberían ser los tutores legales quienes escogieran qué itinerarios y metodologías formativas aplicar a sus pupilos de entre todas las realmente conducentes a ello.
Pero el derecho a la educación no debería ir más allá de eso y, desde luego, no hay ninguna razón vinculada a la dignidad humana como para que ese derecho a la educación deba prestarse y sufragarse a través de un sistema de enseñanza estatal. Si Marina verdaderamente valora la individualidad y la separabilidad de las experiencias vitales de las personas, debería respetar su derecho a no ser instrumentadas por ningún otro individuo para alcanzar sus fines, incluso cuando tales fines sean de carácter formativo: la educación pública supone obligar a todos los ciudadanos a sufragar un burocratizado y centralizado sistema general de enseñanza que los contribuyentes no tienen por qué compartir; la educación libre, voluntaria y plural supone permitir que cada cual escoja su propio itinerario formativo o el de sus pupilos legales.
O dicho de otra manera, ¿en qué sentido respeta la dignidad humana el que se obligue a cada individuo a financiar la enseñanza de creencias religiosas, de relatos históricos nacionales o de doctrinas filosóficas, económicas o sociológicas que pueden no sólo no compartir sino incluso repudiar? ¿En qué sentido respeta la dignidad humana el que se obligue a cada individuo a financiar la escolarización forzosa de menores de edad dentro de un sistema de enseñanza administrado por un conjunto de políticos, burócratas y funcionarios cuyas ideas, cosmovisiones, intereses, pedagogía o criterios organizativos puede no sólo no compartir sino incluso repudiar? La obligación positiva máxima a la que podría someterse a un individuo adulto en materia educativa debería ser la de proporcionar solidariamente medios materiales para sufragar la enseñanza que escogieran los tutores legales de aquellos menores de edad sin recursos: lo que no puede derivarse de un escrupuloso respeto a la dignidad humana —a la autonomía de cada individuo para desarrollar su propio proyecto vital asociándose o desasociándose con quien desee o no desee relacionarse— es el sometimiento a la obligación perpetua y absoluta de mantener aquel sistema educativo que determinan centralizada y arbitrariamente políticos, burócratas y funcionarios para el conjunto de la sociedad española.
En definitiva, con su digresión acerca de la fundamentación filosófico-moral de los derechos, Marina no consigue volver más robusta su defensa del derecho a la educación pública. Sólo desvía el foco del debate hacia cuestiones que, pese a poseer una indudable relevancia intelectual, no son realmente pertinentes en este debate dados los presupuestos kantianos de los que ya partía Marina: mi crítica liberal a su visión (kantiana) del derecho a la educación pública es exactamente la misma antes que ahora. Será correcta o incorrecta, pero en absoluto ha sido atacada de forma específica. Así que, para volver a centrar el debate, permítanme concluir repitiendo la posición liberal con respecto al derecho a la educación que Marina podría haberse centrado en refutar pero sobre el que ha declinado argumentar.
¿Existe un derecho humano a la educación? Sí: existe el derecho de los adultos a no ser educados (o adoctrinados) en contra de su voluntad por ningún grupo, secta o Estado; y el derecho de los menores a ser educados adecuadamente por sus tutores y, acaso subsidiariamente, por el resto de la sociedad. ¿Cuál es el contenido de ese derecho a la educación? Respetar las elecciones educativas (o no educativas) de los adultos y proporcionar los medios materiales suficientes a los menores para que se instruyan. ¿Cómo se puede poner en práctica de la manera más justa y eficiente? Respetando las elecciones vitales de los adultos y la muy amplia variedad de metodologías pedagógicas y curriculares que permiten proporcionar una adecuada educación a los menores: la coexistencia, cooperativa y competitiva, de ese amplio abanico de metodologías pedagógicas y curriculares no sólo será el justo resultado de respetar el contenido de ese derecho a la educación, sino el presupuesto institucional para descubrir descentralizada y evolutivamente cuáles son las metodologías más eficientes y exitosas. Así es cómo se respeta la dignidad de cada persona: no convirtiendo a cada individuo, en contra de su voluntad, en el siervo de una gigantesca maquinaria burocrática que constriñe, sin ninguna necesidad ni legitimidad, sus pacíficas opciones vitales, sino respetándolo en la teoría y en la práctica.