Hagamos de un Roland Barthes venido a menos. La frase: "La villa y Corte de Madrid otorga…". La villa observa el espectáculo de un dictador poniéndose una medalla, y deja que sea la Corte quien cuelgue la distinción. Luego llega la democracia, y resulta que los galardones entre políticos, en lugar de guardarse vergonzantemente, se multiplican. Heróicos cuellos los suyos, que acarrean con vigor inusitado todo el peso de los autopremios. Los Juan Palomo de las medallas, ante la aprobación bobalicona de algunos y el desprecio, taimado por el desinterés, de la mayoría.
Mas, hablando de heroicidades, a Franco le están saliendo rivales políticos por doquier. Una pena que sea a destiempo, pues bien nos hubiera ido si su régimen autoritario hubiese sido reemplazado por otro democrático, aunque sea también autoritario y cutre, como el que tenemos. Debe de ser que la valentía contra el famoso militar se alcanza después de mucha reflexión; de varias décadas de reflexión, en concreto. Gallardón, a lo sumo, tiene que enfrentarse con la imagen de Franco cada vez que entra en el salón de su suegro, quien por otro lado ya le ha afeado su conducta.
Franco, déjenme ser ídem del lienzo, no creo que merezca distinción alguna. ¿Que se la quitan? Como si se la dan de nuevo, que conmigo no va la cosa. Su impronta en la Historia de España, que la juzguen los profesionales del ramo el día que logren sobreponerse a las pasiones políticas del momento y aprecien su actuación en la justa medida, la que permita una ciencia tan bella, pero tan inaprensible como es la Historia.
Ahora bien, hay una distinción, una, que se colgó en cuello ajeno Francisco Franco, que luce por todo lo alto de la política española: el nombramiento de Don Juan Carlos de Borbón y Borbón como sucesor a título de Rey. A ver quién le quita al difunto esa distinción.