Para trump, ni seguridad colectiva (NATO) ni lucha contra el calentamiento, ni ningún otro valor que pueda poner a los intereses de los Estados Unidos en un compromiso.
El lenguaje de Donald Trump y el de los líderes europeos es muy diferente. Trump, en su discurso de inauguración, asumió el lema America first, con un sentido y unas connotaciones distintas de la plataforma que intentaba evitar la entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Lo que quiere señalar Trump con esas palabras es que antepondrá los intereses de los Estados Unidos a cualquier otra consideración.
Esa posición es una ruptura con la guía que asumieron los Estados Unidos desde Woodrow Wilson, si no desde McKinley. Como la llama de una vela, esa guía ha ido moviéndose con el sentido del viento, pero se ha mantenido siempre viva. Y consiste en que el país asumiría un conjunto de valores universales que justificarían su intervención exterior. En ocasiones, las doctrinas presidenciales han cubierto el servicio a los intereses estadounidenses, en un sentido imperialista, como el “corolario de Roosevelt”. En otras se ha colaborado con otras democracias frente a un enemigo común; desde el principio de la seguridad colectiva asumido por Wilson hasta la lucha contra el comunismo y luego contra el terrorismo.
Esa colaboración ha llevado a los Estados Unidos a asumir un papel de preeminencia que, por otro lado, le ha llevado a realizar intervenciones en las que su interés nacional no estaba del todo claro. Por otro lado, no hay una línea clara entre la defensa de sus intereses y la lucha contra el calentamiento global, con el que se ha comprometido el país bajo la presidencia de Obama. De creer a Donald Trump, todo ello se acabó. Ni seguridad colectiva (NATO) ni lucha contra el calentamiento, ni ningún otro valor que pueda poner a los intereses de los Estados Unidos en un compromiso. Dijo en su discurso inaugural: “Hemos defendido las fronteras de otros países mientras renunciábamos a defender las nuestras. Y hemos gastado billones y billones de dólares fuera, mientras que las infraestructuras de América han caído en el deterioro”.
Por otro lado está Europa. En particular, la Unión Europea. Como toda construcción política, necesita una justificación. También es una creación entre Estados, como los Estados Unidos. Pero aquéllos se unieron en un contexto de defensa de su libertad frente a un agresor. Y los ideales que los unieron, cristalizados en la Declaración de Independencia y en la Constitución, permiten el desarrollo de una sociedad libre y próspera. En el caso de Europa, la ideología de la que se ha cubierto la “construcción europea” es especiosa, cuando no espuria. Y supone la creación de un ciudadano europeo, un hombre nuevo continental cuyos atributos pasan por la asunción de esos “valores”. Es el último intento por eliminar al hombre de su raíz histórica. Y explica en parte la revuelta nacionalista, en los extremos derecho e izquierdo del espectro político, contra la Unión Europea.
The Washington Post ha citado a Robin Niblett, de Chatham House, quien reconoce que “es en la intersección de intereses y valores donde vamos a encontrar problemas”, y que “si nuestros valores consisten en algo es en sociedades abiertas y democráticas y en mercados abiertos. Si América se mueve en otra dirección, esto es fundamental”. Niblett es injusto aquí, porque los llamados valores europeos pasan también por echar a la pira de la corrección política las características nacionales, históricas, de cada uno de los países que lo conforman. Y, para el caso de los Estados Unidos, Trump también está en contra de eso.
Se ha producido una ruptura en las relaciones de la Unión Europea con los EEUU tras la elección de Donald Trump. El motivo es que los “valores” dejan de guiar su política, que se ceñirá estrictamente a lo que su administración entienda que son los intereses de los Estados Unidos. Y es con estas claves como tenemos que entender la nueva relación transatlántica.
Por ejemplo: si Trump puede llegar a acuerdos con un régimen autoritario como es el ruso sin hacer renuncias es por eso. Las consecuencias para los Balcanes, para los países más al este de Europa, para los Estados que se debaten entre la Unión Europea y el abrazo del oso ruso están aún por ver. Pero son ya un asunto estrictamente europeo, y no estadounidense. Para atender estas cuestiones, Europa debe rearmarse, dicho sea en un sentido estricto. Sólo cuatro países europeos, el Reino Unido, Estonia, Polonia y Grecia, asumen un presupuesto del dos por ciento del PIB, que es el recomendado por la propia UE. Creo que es muy significativo de la banalidad de los valores europeos que se entienda este giro en la política exterior de nuestro socio como un ataque a Europa, y ahí están las declaraciones de Moscovici o Tusk para ilustrarlo.
Hay todavía una cuestión, muy grave, que afecta directamente a las relaciones transatlánticas: el comercio. 31 millones de empleos en Europa dependen de las exportaciones, según la comisaria de Comercio de la Unión Europea, Cecilia Malmström. A ello hay que añadir los millones de empleos europeos que dependen de la calidad de las importaciones, como ella misma señala. Trump, en el que es el mayor error de su recién estrenada presidencia, identifica la defensa de los intereses nacionales con el recurso al proteccionismo. Se va a tirar un tiro en la mano, la que nos da a nosotros por medio del comercio. Y eso quiere decir que también nos va a herir a nosotros. El abandono del principio de libre comercio, bien que nunca asumido plenamente, empobrecerá a su país y le impedirá conseguir sus grandes propósitos. Nos empobrecerá también a los europeos, y echará más leña al incendio nacionalista que amenaza la estructura de la Unión Europea. Es una nueva era.