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El café para todos debe terminar

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El gasto de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos ha crecido de una forma desaforada durante la última década al calor de la burbuja inmobiliaria y el consiguiente crecimiento económico.

En poco más de dos décadas, comunidades y entes locales han asumido más del 50% del gasto público total. Entre 1998 y 2007, el número de funcionarios ha aumentado un 22% mientras que la población apenas lo ha hecho en un 12,2%. El personal de las comunidades autónomas se ha duplicado y el de los municipios ha crecido casi un 20% durante dicho período. De hecho, pese a la crisis, no han dejado de contratar gente. España cuenta en la actualidad con casi tres millones de funcionarios (uno por cada seis trabajadores en activo), de los que casi el 80% pertenecen a la administración periférica.

Sin embargo, la fiesta se acabó. La crisis ha mermado de forma drástica los ingresos tributarios que con tanta alegría y devoción llenaban las arcas de los entes territoriales y, como resultado, los números rojos hunden ahora sus balances. La deuda autonómica creció un 25,8% interanual en 2009, hasta los 86.280 millones de euros (el 8,2% del PIB), la cifra más alta de toda la serie histórica. Por su parte, en el caso de las corporaciones locales ascendió a 34.594 millones (un 9% más), el 3,3% del PIB.

El sector público, al igual que están haciendo familias y empresas, debe ajustarse de un modo draconiano. El problema es que los gobiernos regionales carecen de incentivos para ello. Su estructura institucional y financiera les permite desarrollar una particular política basada en el despilfarro de recursos.

La idea es sencilla: las autonomías gastan lo que no tienen. La autonomía fiscal de las comunidades autónomas no cubre el coste de las competencias asumidas y es el Gobierno central, principal recaudador estatal, el encargado de cubrir la diferencia mediante la mal llamada "solidaridad interterritorial", que no es otra cosa que la redistribución de ingresos entre entes regionales en base a criterios políticos.

Desde 1995, el endeudamiento de las regiones no ha parado de crecer, batiendo en cada ejercicio récords históricos. Y ello, pese al compromiso de estabilidad presupuestaria. Así, si bien el pasado otoño se acordó que las comunidades no podían superar un déficit del 2,5% del PIB en 2010, cinco autonomías ya habían traspasado dicho límite apenas tres meses después.

Por ello, es loable el informe elaborado por Fundación Progreso y Democracia sobre el despilfarro de las comunidades autónomas. El estudio, pese a las dificultades técnicas que conlleva la medición de datos no homogéneos, destaca que los contribuyentes se ahorrarían hasta 26.000 millones de euros al año si los gobiernos regionales mejoraran su eficacia y eficiencia administrativa. Es decir, si gastaran mejor el dinero que ingresan vía impuestos y transferencias estatales.

Puesto en perspectiva, esta cifra equivale al 30% del endeudamiento autonómico acumulado hasta 2009. De este modo, si las comunidades dejaran de despilfarrar recursos y duplicar servicios la deuda regional desaparecería en apenas tres años.

Y si bien concuerdo en el resultado, discrepo en la solución. El partido de Rosa Díez aboga por una reforma constitucional para dotar al Gobierno de herramientas eficaces con el fin de controlar el gasto autonómico. Lo siento, pero esto es como poner al zorro a cuidar de las gallinas. Una mayor limitación o supervisión por parte de Moncloa no va a solventar, en ningún caso, este problema estructural. El café para todos debe, simplemente, llegar a su fin.

La única reforma posible consiste en suprimir de la Constitución el concepto de "solidaridad interterritorial" e instaurar el de "responsabilidad fiscal". Esto es, que cada región tan sólo pueda gastar en función de sus ingresos reales, sin necesidad de transferencias centrales. Éste es el único incentivo capaz de apretar el cinturón a los derrochadores autonómicos.

Además, ello animaría a una sana competencia fiscal y al desarrollo de políticas favorables al libre mercado con el fin de captar capital (empresas) y aumentar así sus ingresos tributarios. Y esto, tan sólo en lo que se refiere a la eficiencia estática (mejora de la administración). Tema aparte, mucho más relevante, es el de la eficiencia dinámica, cuyo análisis, sin duda, merece otro apartado.

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