Su presidencia será recordada por muchos aspectos, no todos buenos. Uno de los mejores es el de “capitalismo popular”. Se lanzó un ambicioso programa de privatizaciones; tan exitoso que esa palabra, “privatización”, que estaba condenada por los medios de comunicación, adquirió un prestigio enorme que llegó, pásmense, a la España de Felipe González.
La novedad viene de que aquel gobierno quiso que el ciudadano medio participara en las compras de las empresas públicas. Se distribuyó la riqueza y se creó un vínculo, uno más, entre los trabajadores y el capitalismo, que lo era también entre los votantes y el Partido Conservador. Lo mismo se intentó en España siglo y medio antes, con las desamortizaciones.
Aquel capitalismo popular se agotó, quizás porque consideraron que no había mucho más que vender. Yo dejaría al Gobierno en una habitación de un hotel con casino y poco más. Lo del casino es para que se entretengan jugando y perdiendo su dinero y no el nuestro. Quizá faltó ambición, pero lo cierto es que aquel programa de privatizaciones se detuvo. En algún momento tenía que hacerlo.
Estas cuitas se olvidaron hasta que Gordon Brown, un apellido hecho primer ministro, nacionalizó Northern Rock, un caso con el que descubrimos que el socialismo era esto: dejar en manos privadas los beneficios y socializar las pérdidas. David Cameron, líder de los tories, dijo al terminar enero que él quería “un capitalismo verdaderamente popular” en el que “se recapitalice a los pobres, en lugar de a los bancos”.
¿Cómo? Lo explica el ministro de economía en la sombra, George Osborne: “Los banqueros ya tienen su prima, así que nosotros queremos que los ciudadanos tengan también la suya como retribución por el dinero (más de un billón de euros) que pusieron en el rescate bancario”. Lo que harán es ofrecer acciones de los bancos nacionalizados, con descuentos. El capitalismo vuelve a ser popular.