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El circo del estatismo europeo

Publicado en Libertad Digital

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Entre los innumerables problemas que afectan a gran parte de las esclerotizadas economías europeas (Estados mastodónticos que asfixian fiscal y regulatoriamente a un atrofiado sector privado), hay uno que destaca sobre los demás: la permanente inestabilidad institucional y la cierta sensación de que el continente puede romperse por cualquier lado. Hoy es Italia donde un Berlusconi echado más que de costumbre al monte inflacionista amenaza con dinamitar la arquitectura jurídica del Continente; ayer era Grecia, con sus neonazis y neocomunistas, la que amagaba con celebrar el referéndum rupturista que meses antes había anunciado Papandreu; y mañana serán España –con sus quinceemes, veintitresefes, bárcenas y urdangarines– o Francia –con su Hiperestado infinanciable y su socialismo enrocado– los que den la campanada. La normalidad europea pasa por la anormalidad estructural, por la certidumbre en la incertidumbre permanente.

Es cierto que no todos los cambios son siempre para peor y que, en ocasiones, incluso resulta deseable precipitarlos. El problema de Europa no es, pues, la posibilidad en sí misma del cambio (que es hoy más necesario que nunca), sino la desazonadora seguridad de que los cambios serán a peor y generarán más estatismo, populismo y arbitrariedad política; hacia una menor libertad, en definitiva. ¿Cómo promover una sana inversión a largo plazo en un territorio crecientemente tóxico y hostil? ¿Cómo crear riqueza en unos países que se dedican principalmente a rapiñarla y consumirla? ¿Cómo lograr una cierta previsibilidad a largo plazo en los cálculos empresariales cuando la nota dominante es la imprevisibilidad?

Acaso se diga que tales son las inexorables consecuencias de una crisis económica tan brutal como la que estamos atravesando. Pero semejante planteamiento peca de simplista, pues sólo coloca su sesgada atención en una parte de la realidad. Si la mayoría de Europa reacciona ante la crisis apostando, consciente o inconscientemente, por una degeneración institucional –en lugar de por una regeneración– es simple y llanamente porque la sociedad europea ha sido adoctrinada durante más de un siglo en el antiliberalismo más rampante: la estatolatría, la fe ciega en la planificación central y en la democracia irrestricta, la veneración del Estado de Bienestar, la creación artificiosa de todo tipo de derechos sociales y económicos que jamás dejaron de ser esclavizaciones del prójimo y la adicción al sobreendeudamiento público o privado como vía a una artificiosa e insostenible prosperidad.

Lejos de mamar los valores de la libertad individual, de los contratos voluntarios, de la responsabilidad o del ahorro; lejos de instruirse en la prudencia financiera, en la creación de valor económico o en la construcción de un patrimonio personal; y lejos de comprender que el Estado no es un aliado sino un enemigo al que hay que recluir y maniatar, la mayoría de los europeos sigue pataleando contra el Estado no por provocar y agravar la crisis, sino por no subir suficientemente los impuestos a los ricos, por no endeudarse todavía más, por no crear empleo público de la nada, por no subsidiar a más ciudadanos, por no devaluar la divisa, por no rubricar el impago de todas y cada una de las deudas contraídas y por no nacionalizar y someter sectores económicos enteros.

Que frente a las crisis un alto porcentaje de la población busque más estatismo y no más liberalismo –y se refugie en extravagantes alternativas liberticidas, como los berlusconis y los syrizas, o apuntale a los también liberticidas partidos mayoritarios, podridos hasta la médula– no tiene que ver con las crisis, sino con los valores y la formación de los ciudadanos. Y justamente lo que genera inquietud son las formas de organización política a que puedan dar lugar tales valores y tal formación. Al parecer, sólo el pan y el circo parecen calmar a los hijos del socialdemócrata Estado de Bienestar europeo; y habiéndose reducido las sobreendeudadas hornadas de pan gubernamental, se está optando por trasladar el circo a la arena política. Es decir, se está optando por echar a todos los ciudadanos a los leones. Como para no salir corriendo.

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