En estado de alarma, Sánchez e Iglesias, se presentan como los dos presidentes del Gobierno bipolar español.
Sin duda, la noticia de este principio de mayo es el comienzo de la desactivación del confinamiento. El Gobierno ha anunciado las diferentes fases en las que los ciudadanos españoles vamos a recuperar nuestra perdida libertad de movimientos.
Poco a poco, todos a una pero a diferente ritmo, según las regiones. Por horas, edades, actividades. Y si hay problemas, volvemos a la casilla de salida. A las pocas horas ya se habían publicado esquemas, cuadros, infografías y hasta un tablero como el de la oca, para entender un plan explicado con pocas dotes comunicativas por el ministro.
Y aquí estamos los españoles jugando a saltarnos la norma para sentirnos menos borregos, sin que te caiga la multa de 1.500 euros que te endosan con solo parpadear un poco fuerte. Al lado de eso, algunos jóvenes, de la generación mejor preparada, como me apuntaba Paco Beltrán, salían por el madrileño barrio de Malasaña sin respetar distancias, sin mascarillas. ¡Qué oportunidad perdida para recaudar varios miles de euros!
El que más y el que menos corre, o pasea, o va a la peluquería, o sale con los niños, y comentamos desde la ventana, en este país con alma de aldea cotilla, la misma experiencia emocionante, como si fuera la primera vez en la vida que uno recorre las calles.
Protestamos porque hay gente, porque los niños gritan, porque hay colas para comprar el pan, y porque hay que ver que lío con los muertos.
Siempre que me quejo del ruido de la ciudad me acuerdo de mi madre que disfruta de ello: la ciudad está viva, es maravilloso. Y tiene razón.
Estamos vivos pero no despiertos. Porque mientras recuerdas cómo era volver a llevar zapatos, soltarte la coleta del pelo y que te vuelva a dar el sol, el gobierno maneja los hilos por debajo de cuerda. Y, por ejemplo, aprueba Reales Decretos en los que otorga a Pablo Iglesias poderes no pactados con nadie, ni más ni menos que en el Centro Nacional de Inteligencia.
En el mismo Boletín Oficial del Estado en el que aprobaba el plan de desactivación del confinamiento forzoso, Pedro Sánchez aprobó una reestructuración del Gobierno con la desaparición de diferentes subdirecciones generales y la aparición de otras.
En resumen, cinco nuevas subdirecciones generales, una nueva dirección general y una nueva división: 23 altos cargos. Además, se aprobó el que determinados cargos no requieran la condición de funcionario público, que quiere decir que su valoración de la función pública es nula. Y así, una arbitrariedad tras otra.
Cuando Sánchez formó su Gobierno bicéfalo en enero de este año, ya era notorio el mayor número de ministerios, con el consiguiente crecimiento de gasto en puestos y sueldos.
El precio de formar Gobierno se traducía en conceder a Unidas Podemos el manejo de casi un 20% del Presupuesto de la nación, materializado en una vicepresidencia para Pablo Iglesias (que en realidad actúa como «el otro presidente»), por la cual cobra aproximadamente 78 mil euros brutos anuales.
También ostenta la Dirección de la Oficina para la Agenda 2030, puesto que en 2018 recibía una remuneración de 102.317 euros brutos anuales. No es calderilla. Parece que Sánchez necesita seguir pagando favores y sigue engrosando el hipertrofiado entramado gubernamental.
El momento elegido es la situación económica más crítica que hemos vivido en nuestra historia reciente. Aprovechando que las cifras de empleo no reflejan aún el desastre de la paralización económica y seguimos vivos pero dormidos, el gobierno de Sánchez aumenta el gasto político justo antes de subir los impuestos, como va a hacer con toda seguridad.
Cada vez que alguien me pregunta qué quiere decir canalizar el gasto existente con criterios de eficiencia me refiero a este tipo de cosas. No solamente se trata de no aumentar los cargos a dedo, sino eliminar los ministerios superfluos, quitar la gruesa capa formada por treinta secretarios de estado, por un puñado de directores y por una larga lista de subdirectores generales. Acabar con el reparto de los restos del naufragio.
Cuando toque ir a la Unión Europea y pelear, como imagino que hará, por ayuda sin condiciones, sería normal que alguien cuestionara el criterio de gasto de este gobierno.
Mientras tanto, nuestros autónomos se ahogan, nuestros sanitarios piden a gritos material de protección, y millones de españoles están ya en el paro, aunque aún no lo refleje la estadística.
La forma de pasar esta medida es aún más preocupante que la elección del momento. Porque refleja una absoluta falta de respeto al control del gasto por el Parlamento.
Es una chulería más de quien sabe que la oposición solamente va a protestar de palabra. No hay política de acción. Nadie va a negarle apoyo cuando lo pida para prorrogar el estado de alarma.
Sánchez ya ha amenazado a las comunidades autónomas regidas por los partidos que retiren su apoyo. Ya ha señalado con el dedo a quien no obedezca como culpables de los muertos si hay un rebrote. Una jugada maestra, porque va a haber rebrote en el momento en que se abra la mano.
Ya sabemos que el confinamiento no tiene como objetivo que no nos contagiemos sino que las urgencias de los hospitales estén descongestionadas. Ya lo están. Podemos salir a pasear y a la peluquería. Eso sí, tests no se hacen porque no hay. Son muy caros.
¿Y por qué hace Pedro Sánchez algo así? Simplemente, porque puede. Y lo sabe. Su narcisismo se alimenta de este tipo de cosas. Y va a sobrevivir hasta que la gente pase hambre.
En estado de alarma, Sánchez e Iglesias, se presentan como los dos presidentes del Gobierno bipolar español, protagonistas de varias y repetidas negligencias que se han pagado con vidas, líderes de «lapsus2, como la aprobación de catorce contratos con una empresa sin que figurara el domicilio de la misma, o la compra de material de protección sanitaria defectuoso, a empresas dudosas. Y son ellos los que vana a lanzar acusaciones contra el político de la oposición que se oponga. Calla y come.