Después del desplome de la actividad el nuevo país podría comenzar a crecer tras dos o tres años de durísima recesión.
Hace cuatro años, cuando los políticos nacionalistas comenzaron a plantear la convocatoria de un referéndum ilegal de independencia, en Libre Mercado ya explicamos las tres opciones que se le plantearían, llegado el caso, a la nueva república:
- Seguir en el euro en pie de igualdad con el resto de los demás miembros de la Eurozona
- Salir de la Eurozona, pero mantener el euro como moneda (como hacen actualmente Montenegro y Kosovo)
- Salir de la Eurozona y emitir una nueva moneda propia
A cualquier catalán que escuche estos días a Oriol Junqueras le parecerá evidente que la única opción que está sobre la mesa es la primera: seguir en el euro como hasta ahora, como un nuevo miembro de la Eurozona, como España, Austria o Bélgica. El problema es que si ese mismo ciudadano lee luego las declaraciones de cualquier otro líder de la UE se dará cuenta de que ésa es la única posibilidad que nadie, fuera de los círculos independentistas, baraja como posible.
En este punto se mezclan cuestiones económicas, pero también políticas. Integrar a un nuevo Estado en una moneda no es tan sencillo. La experiencia de los últimos años en la Eurozona demuestra que poner bajo el paraguas de una divisa y un supervisor común a economías tan diferentes como la griega, la alemana o la portuguesa puede generar muchos problemas. Si ya antes de 2010 era complicado pensar en que un nuevo país independiente accediera al euro de forma automática, tras la crisis de deuda soberana es directamente imposible. Se necesitaría el aval de todos los miembros de la Eurozona y ya sea por desconfianza económica (Alemania, Finlandia, Holanda) ya sea por no premiar la irresponsabilidad política (Francia, España) no parece nada fácil conseguir esa unanimidad.
Sólo un consuelo les queda a los promotores de la independencia: no están solos en esta preocupación. En los últimos años, escoceses (ver aquí) y griegos (aquí) han tenido la misma inquietud. Eso sí, como podemos ver, es un consuelo que no les servirá de mucho. Porque tanto unos como otros descubrieron que lasalternativas que tenían a mano eran todas muy poco apetecibles. Se trataba de elegir entre dos males. Es lo que tiene la independencia (o, en el caso heleno, la independencia financiera de liberarse del euro, como llegó a plantear en algún momento su Gobierno): te puedes ir de casa de tus padres y romper relaciones con la familia… pero las tarjetas de crédito dejarán de funcionar al día siguiente.
La realidad y la política
Lo primero que hay que decir es que una vez que un país se queda fuera de la UE, la decisión fundamental que tiene que tomar sobre su moneda no es tanto económica como política. Esto es importante porque las dos opciones reales que tendría ante sí el Gobierno de la nueva Cataluña independiente implicarían tomar medidas muy complicadas. Necesarias, pero con consecuencias graves sobre sus ciudadanos. Que tendrían contestación social y dañarían a ese Ejecutivo, fuera del color político que fuera. Es decir, que para saber qué pasará lo primero es preguntarse quién estaría al cargo y cómo reaccionaría.
La primera alternativa, la que aceptan a regañadientes los líderes nacionalistas cuando se les hace ver que no hay otra opción viable, es la de mantener el euro pero desde fuera de las instituciones de la Eurozona. Es decir, situarse en una posición similar a la de Kosovo o Montenegro.
Esto es factible. Nadie puede impedir al nuevo Estado que declare de uso legal en su territorio la moneda común europea. Pero que sea factible no quiere decir que sea fácil. Para empezar, la independencia traería consigo una contracción de la actividad económica a corto plazo. Esto lo admiten incluso la mayoría de los economistas nacionalistas. Puede haber discrepancias en torno a cuánto duraría esa recesión. Los optimistas dicen que un año y medio o dos años; los pesimistas hablan de un par de décadas para recuperar el nivel pre-secesión.
Mientras tanto, lo que tendríamos sería un nuevo Estado, que no tendría acceso a los mercados internacionales, entre otras cosas porque no tendría historial crediticio. Por no tener, no tendría ni rating por parte de las agencias de calificación. Además, hay que recordar que el actual Gobierno catalán tiene un elevado déficit, que se agravaría tras la independencia, porque le subirían los gastos (cualquier nuevo Estado tiene que pagarse las estructuras propias de esta condición que hasta entonces abonada el Gobierno central) y se reducirían los ingresos como consecuencia de ese parón de la actividad económica. La Generalidad siempre ha contado con los 9.000-10.000 millones (un 5% del PIB catalán) con los que ahora mismo contribuye a la financiación autonómica. Pero hasta eso es mucho suponer, porque mantener los ingresos tributarios implicaría que no habría recesión económica y que las empresas y trabajadores que ahora viven en Cataluña seguirían pagando impuestos allí y no en Madrid (algo que, tras las fugas de empresas y el sálvese quien pueda de los últimos días, ya no defiende casi nadie… ya empieza a haber voces que dudan incluso en la burbuja separatista).
En este punto, los políticos nacionalistas juegan a menudo con la amenaza implícita del chantaje. Una situación que podría describirse más o menos así: «O España acepta la independencia y negocia, o no nos haremos cargo de la parte de la deuda pública que nos corresponde y la tendrá que pagar toda el Estado español que, tras perder el 20% del PIB que supone Cataluña, devendría insolvente». Y en cierto sentido tienen razón: para el resto de España sería un palo económico, también en lo que hace referencia a las cuentas públicas, que se diera esta circunstancia.
En lo que no tienen razón es en pretender que esto no tendría consecuencias para Cataluña. Sí, el nuevo Estado podría repudiar su deuda. Como Grecia podría haber hecho con la suya en 2012 y 2015. Pero eso tiene sus derivadas. Por eso, ni siquiera un político tan extremista como Alexis Tsipras se atrevió a hacerlo.
La primera es que se le cerrarían los mercados de deuda para muchos años. Hay muchas posibilidades de inversión ahí fuera y los inversores no iban a pegarse precisamente por un nuevo Estado que lo primero que hace es enfrentarse a su principal mercado (España) y a sus socios (UE). Porque esta sería otra consecuencia: como ya hemos apuntado, es muy complicado pensar que la UE vaya a poner una alfombra roja para que la Cataluña independiente acceda al mercado común… pero si hay alguna posibilidad de lograr un estatus similar al de Noruega o Suiza (países no-UE pero con acuerdos comerciales con la Unión) desde luego sería si lo intenta por las buenas. Los incentivos empujarán a los demás países a dificultar la vida del nuevo Estado, aunque sólo sea para desincentivar movimientos similares dentro de sus fronteras. La capacidad de negociación de la nueva república estaría muy limitada (no hay más que ver lo que ha ocurrido tras el Brexit y ni mucho menos la posición de fuerza catalana sería como la británica).
El ‘corralet’
Con todo esto sobre la mesa, la realidad se impone y nos encontraríamos ante el escenario más probable (y esto dando por supuesto que todo sale bien para el independentismo, una posibilidad muy lejana):
- Un nuevo Estado que nace con una deuda pública del 110-115% del PIB (la deuda de la administración autonómica en estos momentos más la parte correspondiente que le tocaría de la del Estado central).
- Con un déficit estructural que no se resolvería al menos en los 4-5 primeros años, mientras se estabilizan las finanzas y la situación económica (y eso siendo muy optimistas).
- Con fuga de capitales, empresas y trabajadores. Siempre ha pasado y probablemente siempre ocurrirá cuando hay shocks políticos de este tipo. Ya se sabe que el dinero es muy miedoso (y con razón).
- Y sin moneda propia ni acceso a la financiación del BCE, ni posibilidad de que las instituciones financieras usen su deuda como colateral ante esta entidad (lo que dificultará todavía más su financiación), ni respaldo o aval de los demás países de la Eurozona para esa deuda.
Esto no es sólo economía-ficción. Ha bastado la celebración del referéndum y la subsiguiente caída de su valor en Bolsa para que las dos entidades financieras más importantes de Cataluña (CaixaBank y el Banco Sabadel) hayan anunciado que cambian de sede para «proteger los intereses de sus clientes». Y la fuga de empresas es incluso más importante de lo que se podría haber pensado en un inicio.
No es extraño que haya tantas compañías, de tantos sectores, que quieran escapar del paraíso catalán que Junqueras, Puigdemont o Gabriel les prometen. Si se produjera la declaración de independencia, lo primero que tendría que hacer el Gobierno del nuevo país sería decretar un cierre de fronteras, un control de capitales. Además, el frente interno, la banca no tendría suficientes reservas para hacer frente a las retiradas masivas de depósitos. Y todo esto tendría que ser inmediato. Incluso los políticos separatistas saben que estas medidas extremas habría que aprobarlas en cuestión de minutos u horas ante el riesgo de colapso de la administración catalana.
En resumen, nos encontraríamos ante un corralito similar al que sufrió Argentina a comienzos de siglo o Chipre y Grecia en 2013 y 2015. Bueno, quizás cambiaría el nombre: ¿corralet? ¿corral petit? En esto Junqueras (o quien sea el nuevo ministro de Economía de la nueva república independiente) tendrá varias opciones para escoger.
¿Argentina o Grecia?
Por eso se marchan ya, a la carrera. Nadie quiere esperar al martes. Porque las cosas se podrían precipitar. El mensaje de las empresas está claro: si hay declaración de independencia, tanto si tiene éxito como si no… cuanto más lejos, mejor. De hecho, si de verdad la independencia tuviera éxito, el Gobierno catalán tendría dos opciones: convertirse en la Grecia de Tsipras o la Argentina de comienzos de siglo.
Y cuidado, porque este no es el escenario catastrofista, ese en el que la comunidad internacional repudia al nuevo estado y lo manda al desierto de la irrelevancia y el no-reconocimiento (a lo Osetia o Kosovo). Quizás en el Palacio de la Generalidad no se lo crean. Pero su mejor alternativa para los primeros años de independencia, lo mejor que les podría pasar si todo sale bien… es ser Argentina o Grecia.
– El espejo heleno: una vez establecido el corralito, probablemente lo primero que haría el nuevo Gobierno sería mirar hacia la UE y el FMI en busca de ayuda financiera. Al fin y al cabo, son dos instituciones que han ayudado a países como Grecia, Chipre o Portugal cuando estos lo han requerido en los últimos años.
Ya apuntamos que existe una complicación política para esto: que los demás gobiernos de la UE (no sólo el español) acepten ayudar a un territorio que ha querido independizarse. Pero mantengámonos dentro de la ilusión nacionalista y pensemos que es posible. Pues bien, incluso así, la situación sería muy complicada. De hecho, no hay más que mirar lo ocurrido en Chipre, Grecia o Portugal. Para acceder a esa ayuda, los tres países (y hablamos de tres miembros de pleno derecho de la UE) tuvieron que pactar con la troika un programa de asistencia en el que, a cambio del sostén financiero se comprometían a importantes reformas y recortes de gasto público (pensiones, sueldos públicos, venta de activos). Sería un comienzo de la andadura muy complicado para el nuevo Estado. Y tendría que ser aprobado por sus partidos.
El problema es que esta negociación no será sencilla y llevará su tiempo. ¿Cómo pagaría mientras tanto sus facturas el Gobierno catalán? Una alternativa sería recurrir a pagarés de deuda pública similares a los que se usaron en Argentina en 2001 (los patacones que emitió la provincia de Buenos Aires) para solventar la escasez de liquidez. Eso sí, habría que ver en cuánto valora el mercado esos bonos (desde luego, nadie los intercambiaría a la par con los euros en los que estarían referenciados), algo que dependería muy mucho de la credibilidad del nuevo Estado y de la marcha de las negociaciones con las instituciones internacionales (otro elemento que reduciría la capacidad de maniobra del Ejecutivo catalán).
– La opción argentina: si los políticos catalanes se niegan a las exigencias de las instituciones internacionales porque consideran que son excesivamente duras, sólo les quedaría una salida. En este punto hay que recordar que el Gobierno más probable que saldría de las primeras elecciones (si se cumplen las actuales encuestas) apunta a una coalición ERC-Podemos-CUP. ¿Estarían dispuestos estos partidos al «austericidio»?
Si la respuesta es negativa, ¿cuál sería esa salida que tendrían ante sí? Dejar el euro, repudiar la deuda, imponer una nueva moneda y empezar a imprimir para poder pagar las facturas. Por cierto, todo esto con el acceso a los mercados internacionales cerrados. Tampoco es algo tan raro: es la alternativa que han seguido muchos otros gobiernos anteriormente (Argentina, por ejemplo, tiene mucha experiencia en esto).
Esta opción tiene una ventaja, sobre todo para los políticos: el Gobierno no tiene que admitir que suspende pagos y puede mantener, al menos en apariencia, la estructura estatal intacta, sin despidos, ni reducción de salarios de los funcionarios, ni de las pensiones. Además, la devaluación de esa nueva moneda (del ¿40-50%? respecto al euro) le permitiría ganar competitividad de un día para otro. Cataluña se convertiría en uno de los territorios más baratos del mundo para producir e invertir, aunque con un problema de acceso a otros mercados por falta de acuerdos comerciales. Aún así, lo más probable es que recibiese algunas inversiones que llegarían al nuevo país para comprar a precio de saldo sus activos.
El problema es que esta competitividad se ganaría a costa de empobrecer a sus ciudadanos, que verían cómo se reduce a la mitad tanto el valor de sus activos-ahorros como de los sueldos que cobran. También de las pensiones y salarios públicos: el Gobierno dirá que no los toca oficialmente, pero el poder adquisitivo de la nueva moneda en la que ahora se hacen los pagos públicos será mucho menor que el de la antigua.
Quizás después del desplome de la actividad que supondría una decisión como esta, si todo sale bien, el nuevo país podría comenzar a crecer tras dos o tres años de durísima recesión. En cualquier caso, el desplome previo es tan importante que hay que recordar que en los países que han tomado este camino fácil (para los políticos, no para los ciudadanos) normalmente han necesitado 15-20 años para recuperar los niveles previos de riqueza-ingresos. También son países en los que los políticos han creado un sistema clientelar e intervencionista para asegurar su situación durante los complicados años de la recesión.
– ¿Argentina o Grecia? En ninguno de los carteles del 1-O aparecía esta disyuntiva. Y sin embargo, si sus promotores tuvieran éxito, sería la pregunta a la que tendrían que responder los políticos catalanes. No esperen ver a Carles Puigdemont ni a Oriol Junqueras diciendo algo al respecto en los próximos días.