Dice Antonio Garamendi, presidente de la CEOE, en una entrevista, que la ideología no es buena en economía, y tiene razón. En plena eclosión de la crisis asociada al coronavirus, sería deseable que ese principio estuviera muy presente en las mentes y los actos de quienes tienen que gestionarla.
No es fácil. En nuestras sociedades se da la paradoja señalada por Francis Fukuyama, según la cual, se produce una contraposición entre aquellos valores compartidos que fortalecen los vínculos de la comunidad y el deseo de igualdad en las sociedades democráticas. En ellas, se transita desde la simple tolerancia de formas de vida alternativas hacia la aseveración de su igualdad esencial.
En mi opinión, si ese tránsito es evolutivo, es decir, de abajo a arriba y a lo largo de un período de tiempo suficiente como para que se incorporen a la sociedad, no debería haber mayor problema, se llama evolución social.
El problema aparece cuando ese cambio es fruto de una imposición y no se respeta el ritmo que cada sociedad requiere para asimilar ese cambio. Es, precisamente, el afán de imponer ideologías lo que empuja a esa imposición. Y, en el terreno económico, las consecuencias son nefastas.
Este tipo de decisiones implica, como todas, un coste. Una de las características que definen la mirada económica es ver no solamente los costes más inmediatos, sino también los costes de oportunidad de cada elección. Por ello, se me antoja extremadamente importante saber si los gestores económicos de quienes dependemos los consideran.
Por ejemplo, los gobiernos de aquellos países que estamos afrontando lo que se ha venido a llamar ‘segunda ola’ del coronavirus se encuentran ante la disyuntiva de confinar totalmente o no, cerrar colegios y universidades o cerrar bares y locales de ocio nocturno.
Un error en el cálculo de los costes económicos, incluyendo el coste de oportunidad, implica un aumento de la pobreza, un empeoramiento del nivel de vida de los ciudadanos, a más o menos largo plazo dependiendo del país, destrucción del tejido empresarial, etc.
En este sentido, como muchos otros economistas, yo no acepto la excusa de que el desastre económico es el precio legítimo de las medidas de confinamiento, sea el Gobierno que sea el que las tome.
Hay un abanico de medidas a tomar, diferentes formas de gastar el dinero del contribuyente. Pongamos, por ejemplo, el gasto en rastreadores y test fiables o en transferencias a los medios de comunicación afines.
En este caso, los costes de la elección de una opción incluyen, además de los gastos evidentes, la pérdida potencial de la alternativa no elegida. Es decir, además del dinero transferido a los medios, habría que computar como coste el ahorro de gastos incurridos que no hemos logrado y que nos habría reportado invertir en rastreadores y test ese dinero. ¿Lo han tenido en cuenta los decisores? No parece. ¿Es porque no les importamos?
Decía el socialista francés Michel Rocard, que siempre hay que preferir la hipótesis de la estupidez a la de la conspiración, porque el complot requiere cierta sofisticación. Estoy de acuerdo.
Las decisiones económicas más importantes en estos momentos se refieren a lo que se va a hacer con los fondos europeos. A riesgo de resultar demasiado repetitiva, hay que recordar, como hace repetidamente Luis Garicano, que ese dinero no nos lo vamos a encontrar en el buzón de correos una mañana.
Se trata de «gastar bien», en reformas e inversiones en línea con las prioridades acordadas por la Unión Europea. Es decir, por nosotros, que estábamos ahí en las reuniones. O al menos eso es lo que implica el gobierno representativo.
Así que, quienes pretenden hacernos ver la UE como un agente del mal externo a nosotros, a veces desde el mismísimo Gobierno que ha participado en esas decisiones, se equivoca. También se confunde el periodista Claudi Pérez, quien afirmaba hace unos días que «reformar es una palabra que debería estar proscrita» porque «en el peor de los casos es un eufemismo de recortes» y en el mejor, «es un cajón de sastre».
La única manera de acabar con problemas estructurales es emprender las reformas necesarias, mejorando la eficiencia del gasto, a veces recortando y a veces asegurando que el impacto es el adecuado.
Nuestras autoridades se encuentran ante el dilema de enfocar esas inversiones como una decisión económica o como una decisión política. Simplemente analizando las pasadas decisiones, me temo lo peor.
Garicano aboga por una autoridad «independiente» que asegure que la ejecución del gasto se ajusta a lo que debe ser. Yo no confío en que nuestro gobierno bicéfalo entienda el significado real de la palabra «independiente» cuando se refiere a autoridad económica, judicial o sanitaria.
El coste económico de que esta decisión sea adoptada siguiendo criterios políticos es incalculable. Incluiría la potencial ganancia no obtenida de haber aplicado criterios económicos.
Garamendi señalaba en sus declaraciones el ejemplo perfecto de decisión económica tomada con criterios políticos. Explicaba que anunciar cambios en la reforma laboral, incluso si luego no se llevan a cabo, implica aumentar la inseguridad jurídica entre los inversores, especialmente los extranjeros.
No solamente por la incertidumbre acerca de la reforma en sí, sino también porque precisamente la OCDE, el FMI y el BCE han subrayado que las cosas funcionan tal y como están, y el mantenimiento de la reforma es un requisito para recibir ayudas de la UE. Es decir, sobrevuela sobre nuestras cabezas la posibilidad de que, incluso si nos adelantan el 10% inicial, luego no haya más ayudas, o que ni siquiera nos adelanten ese porcentaje que, en cualquier caso, recibiríamos a mediados del 2021.
¿Cuánto aumentarían las inversiones nacionales y extranjeras si no se anunciaran esos cambios? ¿Qué beneficios tendría ese aumento de las inversiones en nuestra economía? Ese es el coste de oportunidad que debería estar encima de la mesa de nuestros gestores a la hora de tomar la decisión de hacer anuncios que les benefician políticamente. Al final, sí va a ser la economía.