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El estanco de Roures

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En 1952, la exposición de motivos del decreto de organización del recién creado Ministerio de Información y Turismo hacía la siguiente confesión, plagada de los habituales eufemismos:

La información se configura como uno de los servicios públicos de más hondo contenido y más delicado tratamiento, ya que debe sujetarse a la obligación de promover el bien común, en orden a formar sanos criterios de opinión y a difundir la más auténtica conciencia de nuestra Patria y sus circunstancias, tanto en el interior como en el exterior.

Por una suerte de metonimia se calificó después como servicio público a los concretos medios de información de masas, tanto los que ya existían en los años 50 del pasado siglo –radio y prensa– como el que destacaría por sus enormes posibilidades: la televisión.

De manera previsible, el gobierno de la época puso bajo su estrecha férula un invento con un potencial "informativo" tan influyente, incluso antes de que hubiera retransmisiones regulares de televisión. Tenía a su disposición la "técnica" de reservarse esa actividad (según expresión acuñada por los administrativistas) y declararla servicio público.

Esa atribución de la titularidad al Estado no condicionaba, en principio, el régimen de la prestación de los servicios públicos. De hecho, a lo largo del tiempo, hemos contemplado la gestión directa por la administración –o bajo la careta de organismos autónomos, entes públicos y sociedades mercantiles públicas– y la indirecta, a través de la adjudicación a empresas privadas de la prestación mediante una concesión administrativa.

Con escasas variaciones, ese fue el régimen jurídico que desarrolló el gobierno socialista de González Márquez en 1988, cuando se aprobó la mal llamada ley de televisión privada, antecedente directo de la regulación audiovisual que padecen los españoles. Más que regular una actividad privada, esa ley declaró la televisión como "servicio público esencial", cuya titularidad se reservaba el Estado (siguiendo en este punto la posibilidad contemplada en el Art 128 CE y la estela franquista) al tiempo que se regulaba por primera vez la gestión indirecta de esta actividad por sociedades anónimas privadas, mediante el régimen de concesión administrativa.

El análisis de la situación actual no puede soslayar la raíz del problema: la consideración de la televisión, cualquiera que sea su forma de transmisión, como un servicio público sometido a la graciosa concesión del Gobierno.

Ahora bien, las arbitrariedades anteriores en materia de televisión palidecen ante las reformas de este gobierno, uno de cuyos ejemplos ha sido la reciente introducción de la modalidad de pago de la TDT. La cadencia en el despliegue de la reglamentación desmiente la "extraordinaria y urgente necesidad" que el Gobierno ha esgrimido en los dos últimos decretos-leyes (1 y 2) aprobados este año para regular la materia.

Incluso en países corrompidos por el mercantilismo, la llamativa sincronización de las reformas legislativas con los planes de negocio del grupo empresarial presidido por Roures daría lugar a la apertura de una investigación para averiguar si las relaciones de amistad de sus gestores con los reguladores han desembocado en un burdo tráfico de influencias. Nótese las coordenadas que han coincidido en el momento de dictarse el último decreto-ley. En un sector donde el Gobierno dispone supuestamente de un servicio público, la falta de previsión de una forma de explotación por los concesionarios de canales de TDT impedía la modalidad de pago. En el año 2010 se produce el apagón analógico según la legislación previa que era tan urgente aprobar. En esta temporada 2009-2010, que comienza el próximo fin de semana, por primera vez Mediapro hace efectivos los derechos del fútbol de pago de la Liga de Campeones europea al mismo tiempo que los adquiridos a la mayoría de los equipos españoles en la liga nacional.

Después uno examina el surtido de "productos informativos" del grupo mediático agraciado donde se repiten incesantemente las consignas gubernamentales, sin el menor atisbo de contraste. No pasa de ser una propaganda gruesa y elemental, repleta de falacias ad hominem. Seguro que sus planificadores creen que forma "sanos criterios de opinión" de una vanguardia de activistas. Y se cierra el círculo. Recuerda al único régimen político que los actuales gobernantes conocieron en su juventud y en el que muchos prosperaron.

Mientras no se aborden reformas en el sector audiovisual que supriman la reserva de servicio público esencial de la televisión y sustituyan el régimen de concesión por simples licencias a las empresas privadas dentro de las limitaciones técnicas, la regulación no producirá más que estos estancos del capitalismo de amiguetes.

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