Un llamado ancestral, atávico, de pertenencia a la tribu. Es un reclamo poderoso. Es una pulsión que, en espíritus menos evolucionados, resulta irresistible. La muela del juicio de las ideas políticas. Un residuo genético de otro hombre, el que identificó su persona con la pertenencia a un grupo, del cual dependía su misma existencia. Decenas de miles de años condenando a la muerte al que va por libre, ¿podían pasar a la historia sin haber marcado a fuego esa querencia por lo tribal?
Pero el gen no es nacionalista sino tribal. El nacionalismo es sólo una forma, una vía de escape de ese instinto. El socialismo es otra vía de plasmación de la misma querencia, eterna. Nacional socialismo, pleonasmo. Rara vez vencen la razón o la moral. El instinto las manipula, las pone a su servicio. El nacionalismo es una ideología, un armazón que recoge y protege esa necesidad de pertenencia. El último argumento de un nacionalista es el agravio. Es un argumento sentimental. No necesita ninguna Ilustración. Sobran los QED. El nacionalismo no se puede compadecer con la historia jamás, porque los agravios van en todos los sentidos y porque la realidad es demasiado compleja para el relato nacionalista.
Pero el nacionalismo se compadece perfectamente con la política. Bien lo sabemos en España. No entenderemos del todo el nacionalismo en nuestro país si no atendemos dos claves: la atávica y la política. No insistiré en la primera. La segunda es el papel del nacionalismo para ampliar el poder político. No hay más que identificar la tribu con el poder y éste quedará protegido de cualquier crítica. Aquí el nacionalismo no es más que un instrumento de poder, un cortocircuito de la razón, de la crítica.
El problema de España, el nuevo problema de España es que su arquitectura institucional favorece el discurso nacionalista. Por eso, entre otras razones, tendríamos que cambiarlo; decir adiós a las autonomías y acoger un sistema federal.
José Carlos Rodríguez es miembro del Instituto Juan de Mariana