Pero, tal como hemos ido viendo, la izquierda abjura frecuentemente de esta pretendida no discriminación para utilizar el poder coactivo del Estado en su diseño de las relaciones sociales. A la izquierda poco o nada le importa la dignidad y bienestar del inmigrante, sólo su voto tiene verdadera importancia. Es más, no dudará en acicatear la persecución de los inmigrantes a través de organizaciones de extrema derecha si así genera una situación de división que le permita asentarse como el sensato equilibrio político.
En consecuencia, los neoinquisidores deben impedir que los inmigrantes se integren; deben conseguir el odio hacia el inmigrante y el odio del inmigrante. El primero dividirá a la derecha, el segundo les concederá la oportunidad de ofrecerse como santos protectores del eslabón débil de la sociedad.
Y la manera más sencilla de prevenir su integración es impidiéndoles trabajar. No en vano, el inmigrante sale de su país, abandona a su familia y se introduce en un ambiente desconocido para encontrar un puesto de trabajo y percibir un salario. Este proceso genera una sana interdependencia entre todos los individuos de la sociedad; los intercambios y las relaciones voluntarias fomentan la cooperación, la creación de riqueza, el bienestar y el aprendizaje, abriendo las puertas a un proceso civilizador asentado en los principios capitalistas de la libertad y la propiedad privada.
Pero la izquierda, como ya hemos dicho, está interesada en dinamitar ese orden espontáneo introduciendo crispación, desajustes, miseria y conflictos. No olvidemos que la función de los políticos es solucionar los problemas de la sociedad; si esos problemas desaparecieran, la función y el modo de vida de toda la clase burocrática simplemente se esfumarían. Para el político lo prioritario no es solucionar los problemas –pues, aparte, es incapaz de ello–, sino crearlos.
La clave, el salario mínimo
¿Cómo impedir a un ser humano trabajar y parecer, al mismo tiempo, su benefactor? Para la retórica intervencionista de la justicia social, la respuesta es sencilla: el salario mínimo. No es que la única finalidad del SMI sea, obviamente, empobrecer a los inmigrantes. Pero sí resulta una de sus más directas y útiles consecuencias.
Bajo el pretexto del progreso social, los políticos aprueban unas leyes de salario mínimo consistentes en ilegalizar todas aquellas ocupaciones cuya retribución sea inferior a la determinada por la ley. En España este límite está fijado en 513 euros al mes: todos aquellos trabajadores cuya producción sea valorada por los consumidores en una cuantía inferior a ese monto, simplemente, serán condenados al paro irremisible.
Es cierto que los trabajadores experimentados y con formación perciben sueldos muy superiores a los 513 euros mensuales; en principio, para el trabajador medio no parece que el SMI suponga una seria amenaza. Sin embargo, hay dos grupos sociales que, por sus características, son especialmente fustigados por esta prohibición: los jóvenes y los inmigrantes.
Ambos acceden por primera vez al mercado de trabajo con una baja experiencia y por ello, salvo excepciones, su productividad será realmente escasa. Los jóvenes tienen que dedicarse a tareas poco relevantes antes de poder acceder a puestos de responsabilidad donde sean realmente útiles. Los inmigrantes, por su parte, en muchas ocasiones poseen una bajísima cualificación, lo que les obliga a buscar empleo en sectores como la construcción o la agricultura, donde, salvo excepciones, el valor de los productos es escaso.
El salario mínimo supone, en estos casos, un coste superior al ingreso que los empresarios pueden obtener por contratar a un inmigrante. La consecuencia ineludible es el paro.
Es curioso, pues, cómo el Gobierno de España ha estimulado simultáneamente la inmigración y los incrementos del SMI. De esta manera favorece la entrada de masas crecientes de población que forzosamente deberán permanecer desempleadas a causa de las reiteradas subidas del SMI.
Sin embargo, la propaganda neoinquisitorial, después de haber impedido al inmigrante encontrar trabajo, se dedicará prestamente a convencerle de que la responsabilidad de su ruinosa situación es el anárquico sistema capitalista, consistente en la explotación del hombre por el hombre. El SMI es un salario que todo empresario puede pagar; el hecho de que no esté dispuesto a hacerlo es símbolo de su infinita avaricia. De la misma manera, los sectores "comprometidos" de la sociedad culparán al empresario de racista y xenófobo por considerar que el inmigrante es una mercancía a la que no está dispuesto a pagar un "salario digno". Sólo la izquierda podrá llevar a cabo la necesaria labor educadora y balanceadora de la sociedad.
Al impedírsele trabajar, el inmigrante tendrá tres opciones ante sí: el mercado negro, la mendicidad o, en última instancia, la delincuencia.
Mercado negro
El empleo al margen de la legalidad (pese a ser la única salida digna para el inmigrante) está sometido a una fuerte presión ciudadana, por cuanto la propaganda gubernamental lo ha equiparado al régimen de esclavitud. Los inmigrantes encuentran trabajo, pero es un trabajo socialmente tachado de irregular. Al acudir al mercado informal, el inmigrante se siente anatematizado, incapaz de integrarse en la sociedad. Es un espécimen extraño y especial, pues el malvado empresario no quiere (cuando en realidad no puede) concederle un régimen contractual equiparable al de cualquier otro individuo. Esta situación se vuelve especialmente tensa cuando el Gobierno exige un trabajo "legal" para conceder residencias temporales. De la misma manera, grandes sectores de la sociedad consideran un vicio del capitalismo este tipo de contratación al margen de las garantías del Estado de Bienestar. Es necesario “imponer” a los empresarios su contratación regular.
Mendicidad
La mendicidad provoca tensiones análogas. El inmigrante no puede vivir de su trabajo, subsiste gracias a la caridad de los demás; sin embargo, esa situación no viene determinada por su propia incapacidad laboral, sino por circunstancias externas que, primero, lo han alentado a llegar al próspero país y, luego, lo han relegado a la esquina de una gran ciudad. Es la sociedad la que lo rechaza, sus sueños son frustrados y los demagogos políticos aseguran conocer sus problemas, para los que prometen implacables soluciones. Así mismo, la sociedad receptora juzga de manera equívoca que esas situaciones lamentables son consecuencia del corrupto capitalismo, que vuelve "a los ricos más ricos y a los pobres más pobres". Nuevamente, la izquierda debe planificar este desastroso sistema económico.
Delincuencia
Por último, la delincuencia rompe los vínculos más elementales del mercado. La propiedad se ve atacada, se hipertrofian los sistemas de seguridad (con el tremendo coste de oportunidad que ello provoca) y, sobre todo, la sociedad receptora generaliza el odio hacia el inmigrante, hacia el extranjero (en muchos casos, combinado con las circunstancias raciales, étnicas o religiosas del mismo). Se produce un rechazo creciente hacia los movimientos migratorios y los antiguos inmigrantes ya asentados empiezan a ser observados con desprecio y altanería, mientras que los nuevos son incapaces de integrarse (con lo que se reproduce el círculo vicioso inmigración-delincuencia).
Esta situación se convierte en un caldo de cultivo idóneo para los movimientos mal denominados "de extrema derecha" (nacionalismos racistas). El inmigrante no viene a trabajar, sino a robar.
Pero, paradójicamente, ante el crecimiento de la "extrema derecha", la izquierda y la extrema izquierda también engordan. Unos y otros se compenetran y se retroalimentan. La sociedad se polariza en dos facciones, cada cual más antiliberal.
No sólo eso, los inmigrantes se ven abocados a los brazos de la izquierda, de sus salvadores y protectores. Los neoinquisidores, esos que primero les negaron el pan prohibiéndoles trabajar valiéndose del SMI, les acogen ahora como hijos pródigos. Sus votos son, sin duda, siempre bienvenidos.
El salario mínimo es, por tanto, un auténtico problema para las sociedades, pues ataca los fundamentos de la concordia (una parte de la población explota a la otra), bloquea la creación de empleo y, finalmente, da impulso a un "salvífico" intervencionismo estatal. Precisamente, la situación a la que la izquierda quería llegar.
El círculo se reproduce, pues. Los neoinquisidores reprimen a aquellos grupos que dicen defender y proteger. Su objetivo final es mantenerse en el poder y remoralizar a la sociedad. En este caso, se trata de convencer a la población de que el capitalismo va unido al racismo y la explotación, mientras que la política, en cambio, significa "paz perpetua" y tolerancia a través de una grandilocuente "Alianza de Civilizaciones" planetaria. Una alianza que no en vano ha sido planteada en el seno de la Asamblea de Estados mundiales, la ONU: el embrión del Estado de Estados, de la política en su máxima expresión.
Para la izquierda, los inmigrantes son sólo un instrumento que manipular para conseguir las reacciones sociales necesarias. No pasan de peones en su particular partida de ajedrez contra la libertad. No le importa lo más mínimo los conflictos y tragedias que su actuación origine porque, inmersa en su ceguera iluminista, legitima su actuación apelando al fin superior del gobierno socialista perpetuo, esto es, al bien común. Así, incluso los propios inmigrantes, a los que se reprime prohibiéndoles trabajar y se les engaña culpando falazmente al capitalismo, agradecerán a largo plazo semejante actuación, pues todos nos veremos beneficiados por la izquierda.
Son los sacrificios imprescindibles para conservar el poder y dirigir sabiamente la sociedad. La persecución política del inmigrante por su propio bien.