La industria venezolana, que mal que bien atendía al mercado interno, ha desparecido víctima de las expropiaciones y de la desastrosa gestión estatal que las siguió.
La última vez que se subió el precio de la gasolina en Venezuela fue en 1989, en febrero también, el día 26 para ser exactos. En 27 años nadie ha vuelto a atreverse a hacer lo mismo. Ni los últimos Gobiernos del pacto de Punto Fijo ni Hugo Chávez. Los primeros porque no querían volver a verse en las mismas. El segundo porque sobre el descontento que ocasionó aquella decisión de Carlos Andrés Pérez levantó su primer discurso de redención nacional.
En 1989 Venezuela estaba sumida en una profunda crisis económica que arrastraba desde los inicios de aquella década, marcada por un acusado declive de los precios del crudo que siguió al pico del 79. Hay quien dice que la historia de la Venezuela contemporánea y el índice West Texas Intermediate son una misma cosa. Es cierto. Si se traza sobre un papel un gráfico de la evolución de la economía venezolana y se le añade otro de los precios del crudo observaremos como coinciden con precisión milimétrica. El chavismo venía, entre otras cosas, a acabar con eso. Los planes del difunto incluían un renacer de la industria nacional que, gracias a las políticas bolivarianas de diversificación económica, se convertiría en un referente mundial hasta el punto de que se dibujaron fantasiosas estrategias para hacer de Venezuela un país industrial exportador.
Lo cierto es que Venezuela nunca ha dependido más del petróleo que ahora. La industria venezolana, que mal que bien atendía al mercado interno, ha desparecido víctima de las expropiaciones y de la desastrosa gestión estatal que las siguió. Algo parecido puede decirse de la agricultura. Un sector que daba de comer con holgura al país, hoy apenas alcanza a suministrar una gama muy limitada de productos a precio fijado por el Gobierno y otra mucho más amplia pero restringida al mercado negro. Nótese que Venezuela es una nación tropical, extraordinariamente fértil, gigantesca y no demasiado poblada. Podría ser una despensa, una máquina de exportar alimentos, pero es un erial en el que escasean materias primas de primera necesidad y que hasta hace no muchos años se cultivaban con gran aprovechamiento en la misma Venezuela como el maíz, las caraotas (alubias) o el azúcar.
Durante los años de bonanza, cuando el barril sobrepasaba con creces los 100 dólares, no había problema. El Gobierno importaba lo que hiciese falta en los países vecinos con los dólares obtenidos de la venta de petróleo y salía del paso. El relativo bienestar de los años álgidos del chavismo no se debió a que el socialismo funcionase, sino a que el Gobierno disponía a su antojo de un maná del que brotaban dólares incesantemente. El espejismo se rompió tan pronto como el flujo de dinero se ralentizó. De eso hace ya más de año y medio.
El Gobierno de Maduro puso primero todas sus esperanzas en que la bajada del petróleo fuese algo coyuntural, parecido a lo que sucedió en el primer semestre de 2009, cuando el shock de la crisis financiera echó por los suelos los precios de las materias primas. Cuando, a mediados de 2015, comprobó que la cosa iba para largo desde Caracas se hizo todo lo posible por presionar a los socios de la OPEP para que redujesen la producción petrolera y así, escasez mediante, los precios repuntasen. Tampoco tuvo suerte. El mercado del petróleo, aquejado de sobrecapacidad y un exceso de inversiones en lo últimos tres lustros, no atiende a las mismas razones que en los tiempos del añorado Chávez. China se ha enfriado y los grandes clientes de Europa y Norteamérica no demandan tanto petróleo, sus economías han ganado en eficiencia y han ido poco a poco sustituyendo el petróleo por otras fuentes de energía primarias. Ese es el coste de la carestía en cualquier recurso. Un coste invisible que suelen ignorar los que se recuestan sobre el recurso en cuestión confiados en que la demanda va a seguir eternamente ahí.
A la bajada de los precios del crudo hay que sumarle en Venezuela una maldición más: la completa estatalización de su industria petrolera, maldición que viene en este caso acompañada por la penitencia de ser, además de estatal, una prolongación del palacio de Miraflores. La antaño boyante Petróleos de Venezuela (PDVSA) hoy languidece victima de la politización, las ineficiencias en cadena y una plantilla elefantiásica. Venezuela produce menos petróleo que cuando Chávez llegó al poder a finales de los 90. Sólo en los últimos cinco años se ha contraído un 10% debido a la falta de inversiones o a inversiones pésimamente desplegadas. Para más tortura, las exportaciones han caído en mayor medida –cerca de un 15%–, porque la economía Venezolana es adicta al petróleo gratuito. A diferencia de economías como las europeas, que tienen que importar de la primera a la última gota de crudo, en Venezuela la gasolina es prácticamente gratis, una suerte de subsidio con el que el Gobierno suaviza las muchas desgracias que afligen al venezolano medio.
Desde los años del boom petrolero allá por la década de los 70 –época en la que se nacionalizó– los venezolanos han interiorizado que esta riqueza con la que la naturaleza bendijo el subsuelo del país debe repartirse entre todos. Y qué mejor manera de hacerlo que regalando la gasolina, que no es exactamente crudo, sino un subproducto del mismo que precisa de refino y distribución. Pero, a ver quien le explica eso a los venezolanos, un pueblo habituado a llenar el depósito de la ranchera por el equivalente a unos pocos céntimos de euro. Porque en Venezuela todo es escaso menos la gasolina. Un absurdo más a añadir al país de los absurdos.
Muy desesperado tiene que estar viéndose Maduro para que haya tomado la decisión de subir el precio de la gasolina un 6.000% –Carlos Andrés Pérez la subió un 30%– dentro de un programa de ajuste económico con el que trata de rebañar las migajas de un plato que ya está vacío. Algo que, además de impopular, tiene una potente carga simbólica. Ha sido la machacona propaganda gubernamental durante más de quince años la que ha insistido en que la revolución bolivariana hunde sus raíces en aquellas protestas de febrero del 89, más conocidas como el Caracazo. Fueron dos o tres semanas de infarto, con saqueos y disturbios generalizados que ocasionaron centenares de muertos y miles de heridos. Solo ver las fotos y la retransmisiones televisivas sobrecoge.
Ante ese abismo se asoma ahora un impotente Maduro que con esto reconoce su definitiva derrota y la capitulación final del chavismo, un régimen que ya ha enfilado su recta final. Solo nos queda saber cuánto pretenden sus líderes prolongar la agonía y cuántos muertos están dispuestos a poner sobre la mesa para seguir mandando. Habida cuenta del nivel de violencia que se gasta por aquellos lares despejar la incógnita pasa por algo mucho peor que el Caracazo. Pobre Venezuela.