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El mandato exterminador

Publicado en Libertad Digital

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No entienden qué es la globalización, intentan evitar sus efectos beneficiosos sobre los millones de pobres del mundo y afirman que es compatible con sus políticas intervencionistas.

La globalización es el nombre que se le ha dado al avance de la división del trabajo y del conocimiento a escala planetaria. En su estado original, el hombre era un ser mísero que a duras penas conseguía satisfacer sus necesidades más apremiantes a base de mezclar su trabajo con los siempre escasos recursos económicos. La escasez de medios para alcanzar sus fines y ese estado de mera subsistencia fue mejorando a medida que cada individuo fue aumentando los intercambios pacíficos con otros seres humanos. Gracias al intercambio, los individuos dejaron de tener que proveerse mediante la producción propia de todo tipo de bienes y se especializaron en lo que relativamente mejor sabían hacer. Ese proceso no sólo aumentó la productividad permitiendo que los individuos alcanzaran más y mejores fines con los mismos medios, sino que provocó la multiplicación de las oportunidades de intercambio al reducir el valor que cada cual concede a su producto, e incrementar el que otorga a los productos del prójimo.

Ese maravilloso proceso que conocemos como división del trabajo y del conocimiento, ha permitido el enriquecimiento paulatino de quienes participaban en él y una progresiva acumulación de capital que, a su vez, elevaba la productividad del trabajo a cotas aún superiores. A medida que este proceso se desarrolla, la contribución de las personas menos capacitadas al proceso de satisfacción social de necesidades cobra una importancia exponencial. El coste de oportunidad, para quien se ha vuelto muy productivo, de llevar a cabo tareas relativamente sencillas y menos valoradas se vuelve enorme y por eso estará dispuesto a pagar crecientes cantidades, incluso a personas con poca cualificación, para que las realicen.

En eso consiste la maravillosa globalización y el problema no es su existencia sino su limitadísimo avance actual por culpa de las regulaciones y las barreras al comercio internacional y al libre movimiento de capitales y personas. La hipocresía del movimiento antiglobalización y de la inmensa mayoría de políticos que se nominan a campeones de la solidaridad internacional queda al descubierto en reuniones como la del Consejo Europeo en la que los políticos franceses han advertido –con el asentimiento del resto– que no están dispuestos a que los países pobres puedan vender libremente sus productos agrícolas en Europa. Esa aberración –bajo la formulación “garantizar la integridad de la reforma de la Política Agrícola Común (PAC) adoptada en 2003”– es parte del mandato de negociación que han otorgado a la Comisión Europea en su negociación en el marco de la Organización Mundial del Comercio.

El “estado social europeo”, ese residuo irreciclable del socialismo, es incompatible con la mejora sostenida de las condiciones de vida de los seres humanos; de los que viven en países pobres y de los que viven en la decadente Europa que cada día es menos competitiva y más consumidora del capital que generó cuando era relativamente libre. Ya sólo se sostiene, y sólo temporalmente, a base de mandatos que prohíben que los demás nos puedan ofrecer el mejor resultado de sus actividades. Sin duda, el mandato dado a la Comisión defiende el alargamiento de la agonía de ese “estado social europeo” pero, al mismo tiempo, somete a cientos de millones de seres humanos a la pobreza forzosa. Un mandato exterminador que avergüenza a cualquier persona honrada de su condición de europeo.

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