Y esto, ¿por qué lo hacemos? Para reducir nuestra contribución al efecto invernadero. Pero lo que podamos aportar es realmente poco, ya que según las previsiones de Naciones Unidas, si Estados Unidos se subiera sumado al acuerdo y los firmantes cumplieran con el plan previsto de recorte de emisiones, lograríamos reducir el calentamiento en 0,07 grados centígrados. O retrasar en seis años el aumento de las temperaturas previsto para 2100. Todo un éxito.
Pero ¿a qué coste? Según un completo informe de PriceWaterhouseCoopers, no sería inferior a 20.000 millones de euros y dos puntos de inflación. El Consejo Internacional sobre Formación de Capital eleva el coste mínimo a 26.000 millones, más la pérdida de no menos de 600.000 empleos.
Y esos son sólo los costes directos. Hay otros inducidos, mucho más gravosos, como la pérdida de competitividad de nuestras empresas o el fomento de la relocalización a otros países. Y tendríamos que pagar todo ello por ajustar la economía española a un plan que no cumple sus objetivos, y que de haberlo logrado sería a costa de mayores sacrificios económicos; y todo para retrasar en seis años las previsiones de calentamiento. Esto es lo que se dice hacer las cosas bien.
En lo que sí hemos tenido éxito es en criminalizar a los Estados Unidos por tomar la decisión democrática de no sumarse. Mientras nosotros seguimos el racionamiento que impone Kioto, acaso como contribución a la memoria histórica del primer franquismo, EEUU apuesta por el desarrollo y el avance tecnológico, y entre 1997 y 2003 aumentaron sus emisiones en un 0,007 por ciento. Es decir, que hay otra forma de hacer las cosas. Entonces, ¿por qué Kioto? Un misterio.