Si tienes la suerte de tener un pedigrí de izquierdas y puedes reclamar tu estatus de oprimido, seguirás en tu puesto.
Sarah Jeong es una periodista que lleva al menos desde agosto de 2013 escribiendo contra los blancos en su Twitter. Y no es que escriba una cosa y al año siguiente otra y así, sino que ha sido trabajadora y consistente. «Los hombres blancos son basura», por ejemplo. Este también es bonito: «Al ser genéticamente más proclives a quemarse con el sol, por lógica el único lugar al que pertenecen los blancos es bajo tierra como trasgos rastreros». También tenía sus sesudas digresiones sobre cómo es imposible hacer apropiación cultural de los blancos porque no tienen nada propio salvo el golf y el esquí. También escribía cosas más agresivas como «#cancelwhitepeople» o «es un poco enfermo lo mucho que disfruto siendo cruel con blancos viejos». Incluso publicaba unas gráficas monísimas en las que ser blanco se correlacionaba con ser horroroso o con oler como un perro mojado cuando llueve.
Naturalmente, nadie que tenga dos dedos de frente dudaría de que Jeong es una racista de tomo y lomo. Años escribiendo continuamente tuits racistas parecen ser una prueba de mucho peso. Pero no ha sido suficiente para el New York Times, que no consentiría ni uno solo de estos numerosísimos mensajes racistas si sustituyéramos «blanco» por «negro», «judío», «musulmán» o «asiático». Porque no sólo la ha contratado para formar parte del equipo que redacta los editoriales del periódico, sino que ha defendido vigorosamente esa decisión. Tampoco para Twitter, que no ha tenido ningún problema en mantener su cuenta activa todos estos años, pero ha suspendido inmediatamente la de la conocida activista negra de derechas Candance Owens por reescribir algunos de los tuits cambiando «blanco» por «negro».
El problema es que ni en Twitter ni en el New York Times gobierna gente con dos dedos de frente, sino personas educadas en esa mezcla de posmodernismo y marxismo que reduce el mundo a una lucha por el poder entre grupos definidos por características inmutables como el sexo o la raza. De este modo el racismo queda redefinido como algo empleado por las razas poderosas para oprimir a las débiles, así que alguien que pertenezca a una de esas razas oprimidas como puedan ser las asiáticas simplemente no puede ser racista. Sólo los blancos pueden serlo. Es más, los blancos lo son por el hecho de pertenecer a esa raza opresora. La misma plantilla se repite para todo. Los hombres son machistas por definición, pero ninguna mujer puede ser acusada de misandria. Los heterosexuales son homófobos, pero ningún gay ni transexual puede ser nunca culpable de odio o desprecio a ningún heterosexual. Las personas reducidas a unas identidades de grupo definidas y clasificadas por la izquierda radical, de las que no se puede escapar, porque el individuo no cuenta. Así que un abogado negro que disfruta dándose la vida padre en Manhattan puede, sin pestañear siquiera, hablar del «privilegio blanco» que disfruta un parado de la región más pobre de los Apalaches que sobrevive a base de cupones de alimentos. De ahí que el último youtuber estrella en nuestro país se llame Un tío blanco hetero.
El New York Times ha publicado una defensa de su nueva empleada en la que balbucea ridículas excusas sobre que esos cuatro años de tuits constantes contra los blancos en realidad eran respuesta a un acoso recibido y una especie de sátira de los mensajes con los que Jeong era acosada. Cuatro años de mensajes. Claro. Nos lo creemos. Por supuesto. Si esto fuera un punto de inflexión en esa perniciosa costumbre de despedir a la gente porque se haya formado una turba en su contra en las redes sociales, igual incluso merecería la pena que siguiera en su puesto. Pero todos sabemos que no es así. Si te llamas Kevin Williamson y eres un columnista de derechas, te despedirán del medio supuestamente integrador de «todas las voces» que te ha fichado en cuanto comience el runrún. Y si tienes la suerte de tener un pedigrí de izquierdas y puedes reclamar tu estatus de oprimido, seguirás en tu puesto. No hay más. Eso sí, ahora al menos sabemos qué clase de gente escribe los editoriales del New York Times. Por si alguien sigue hablando de prestigio.