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El papa Francisco se equivoca con la nuclear

Publicado en El Confidencial

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Aunque el principio de precaución pueda parecer razonable, su validez descansa sobre una hipótesis no demostrada.

De acuerdo con el principio de precaución, la incompleta certidumbre sobre las consecuencias de una determinada acción constituye un motivo suficiente como para prohibirla o constreñirla: preventivamente, pues, deberíamos impedir aquellos comportamientos de cuyos efectos no estemos del todo seguros. Esta semana, por ejemplo, el papa Francisco se valió del principio de precaución para justificar la estricta limitación del uso de la energía nuclear: «Yo no usaría la energía nuclear hasta que haya una seguridad total sobre su uso». Tales palabras fueron pronunciadas en el marco de su visita a Japón, donde constató los horrores del accidente de Fukushima y respaldó la postura de la conferencia episcopal nipona a propósito de la abolición inmediata de toda la producción de energía nuclear dentro del país.

Aunque el principio de precaución pueda parecer razonable (más vale prevenir que lamentar), en realidad su validez descansa sobre una hipótesis no demostrada: a saber, que los riesgos de la actividad son mayores que los riesgos de la pasividad. Y es que quedarnos quietos —renunciar a actuar— también comporta riesgos —como poco, el de quedarnos sin el bienestar que podríamos haber conseguido actuando—, de manera que escoger por principio la parálisis sobre el movimiento presupone preferir los riesgos de aquella a los riesgos de este. Pero en algunas —o muchas— ocasiones, esta preferencia puede terminar generando un daño mayor que la alternativa activista. Tomemos, justamente, el caso de Fukushima.

En un reciente ensayo, los economistas Matthew J. Neidell, Marcella Veronesi y Shinsuke Uchida analizan cuáles fueron las consecuencias económicas y sociales en Japón después de que todas las centrales nucleares del país cesaran temporalmente de operar tras el accidente de Fukushima (en concreto, entre 2011 y 2014). Hasta ese momento, las nucleares proporcionaban un 30% de toda la electricidad del país, de modo que semejante apagón dejó un enorme vacío que fue cubierto esencialmente a través de la importación de las más caras energías fósiles (las cuales pasaron de generar el 62% de toda la electricidad a suministrar el 88%); en algunas regiones, de hecho, el peso de la nuclear era incluso mayor: un 44% en Hokkaido y Kansai, un 43% en Shikoku y un 39% en Kyushu.

Más allá del impacto que todo ello tuvo sobre las emisiones de CO2 (la nuclear, al revés de las energías fósiles, no arroja emisiones), lo que ciertamente sí supuso fue un encarecimiento del precio de la electricidad, sobre todo en aquellas regiones más dependientes de la nuclear: en Hokkaido, los precios para los consumidores domésticos fueron en 2014 un 33% superiores a los previos al accidente; en Tokio, un 38%, y en Kansai, un 29%. Como consecuencia de este muy apreciable encarecimiento, la demanda regional de electricidad llegó a hundirse hasta un 8% a lo largo de los 12 meses del año (pero de manera más intensa durante el invierno).

¿Cuáles fueron los efectos de esta incrementada ‘pobreza energética’ de los japoneses? De acuerdo con los autores, entre 2011 y 2014 murieron 4.500 personas como consecuencia del mayor frío en sus hogares a resultas del encarecimiento de la electricidad (el 20% de todas las muertes relacionadas con el frío durante ese periodo). Esta cifra —4.500 personas fallecidas por culpa del apagón nuclear preventivo tras Fukushima— supera con creces cualquier estimación que se haya ofrecido de las muertes derivadas del propio accidente de Fukushima: por ejemplo, se espera que en el futuro lleguen a fenecer 130 personas como consecuencia de su exposición a la radiación nuclear y asimismo se ha calculado que durante el proceso de evacuación murieron 1.232 personas. En definitiva, tal como concluyen los autores, “paralizar la generación de energía nuclear ha contribuido a causar más muertes que el propio accidente”.

Con lo anterior, no quiero dar a entender que debamos apostar indubitadamente por las nucleares como método preferente para generar energía: parte de los bajos precios de estas se explica porque algunos de sus costes (como el del seguro en caso de accidente o la gestión a muy largo plazo de los residuos) no son totalmente internalizados por los consumidores, de modo que en el fondo son aquellas personas que padecen tales externalidades quienes se la están subsidiando a los usuarios. Lo que, en cambio, sí quiero señalar es que el principio de precaución es un principio hemipléjico en la valoración de los riesgos: si tras internalizar todos los costes de la nuclear descubriéramos que esta es mucho más asequible que sus alternativas, no deberíamos vetarla por principio meramente apelando a una incompleta certidumbre sobre sus efectos. A la postre, también nos enfrentamos a una incompleta certidumbre sobre los efectos de su ausencia: el papa Francisco no puede garantizarnos una seguridad total tras suspender su uso.

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