Probablemente, algunos de sus hijos o nietos han practicado este verano el clásico juego de la soga -actividad típica de los campamentos estivales- en la que dos equipos ponen a prueba su fuerza tirando cada uno de un extremo de una cuerda. Se trata de un juego en el que no es infrecuente ver a ambos equipos en el suelo cuando aquel que se ve derrotado suelta bruscamente la soga, o cuando esta se rompe. Pues bien, una competición similar es la que estamos asistiendo en la actualidad entre las fuerzas de la inflación y las de la deflación, de resultado incierto aunque con bastante menos diversión que el tradicional pasatiempo.
En efecto, como venimos comentando en este espacio desde hace un tiempo, el mundo está asistiendo a la batalla que están librando las tensiones a favor de la deflación y de la inflación. Fruto de la Gran Distorsión a la que Kike Vázquez aludía en El Confidencial la semana pasada, estamos viviendo un proceso del que no existen registros similares en la historia de los sistemas monetarios y para el que es preciso inventarse un nuevo término: indeflación. Con él, nos referiremos a una situación económica, en aparente equilibrio pero altamente inestable, en la que conviven dos efectos contrapuestos: por un lado la presión al alza de los precios de los activos financieros, y por otro, el sometimiento de los bienes de consumo a fuerzas bajistas.
Efectos antagónicos que son, además, de naturaleza muy diferente. Así, a un lado de la cuerda se disponen las fuerzas espontáneas del mercado, marcadamente deflacionarias, tal y como hemos visto en numerosas ocasiones –liquidación de malas inversiones, desapalancamiento de familias y empresas, incremento de morosidad, restricción del crédito, etc-. Mientras que del extremo opuesto, tiran las fuerzas inflacionistas, exógenas al mercado y originadas por los bancos centrales y su aplicación urbi et orbe de políticas de tipos de interés ultra-bajos, e “impresión” de moneda con más o menos intensidad según el instituto emisor.
Los responsables de los bancos centrales no han reparado en el daño que han infligido al sistema monetario en su cruzada contra la deflación. Si en el juego de la soga, tanto el grado de peligrosidad como el riesgo de que la cuerda ceda depende de cuántos jugadores y con qué fuerza estén tirando en un momento dado, imaginen qué pasaría si hubiera un millón de personas –el mercado– a un lado de la cuerda –el sistema monetario– y, del otro, un gigantesco portaviones de 100.000 toneladas –el banco central– con los motores a toda máquina. Pues bien, el efecto que han tenido años de estímulos ha sido añadir cada vez más elementos generadores de tensión, con el resultado de que la situación es cada vez más inestable y más difícil de controlar. Y, por tanto, de desenlace aún más incierto.
Por este motivo, Janet Yellen está reduciendo sólo de 10.000 en 10.000 millones de dólares las compras del tercer programa de Quantitative Easing de la Fed (QE3), tal y como se ha hecho patente en el recorte de la semana pasada de 35.000 a 25.000 millones. Recuerden que, desde su puesta en marcha en 2012 por Ben Bernanke, el banco emisor norteamericano ha venido inyectando liquidez al ritmo de 85.000 millones de dólares al mes con el único objetivo de combatir la temida deflación. Ritmo que comenzó a reducirse gradualmente a finales del año pasado –el conocido tapering–, ya que una retirada completa y brusca de los planes de estímulo monetarios hubiera causado un enorme destrozo en la economía, al echarnos el portaviones encima.
Pero las autoridades monetarias no son conscientes de que el problema ya lo han generado y será muy difícil una salida que no se manifieste en uno de los dos posibles escenarios: (1) deflación acusada o (2) inflación galopante. En mi opinión, y por criterios más políticos que estrictamente económicos, lo más probable es que ocurra lo segundo, al menos en Estados Unidos. Y aunque no tiene por qué evolucionar a un episodio de hiperinflación canónica, no sería imposible volver a ver IPCs de dos dígitos, como ocurrió durante la presidencia de Jimmy Carter entre 1978 y 1980. Y es que, así como los alemanes tienen su némesis en la hiperinflación de la República de Weimar, los norteamericanos la tienen en la deflación sufrida durante la Gran Depresión.
Con su política de represión financiera para castigar el ahorro espontáneo de los ciudadanos en el lógico proceso de ajuste tras el estallido de la burbuja inmobiliaria -los principales bancos centrales del mundo- y, en especial la Reserva Federal, han generado una importante burbuja en los mercados de bonos y de acciones. Por no hablar de la colosal burbuja en los instrumentos derivados, que el Banco de Pagos Internacionales -BIS por sus siglas en inglés- estima en más 700 billones de dólares, unas 10 veces el PIB del mundo y superior al tamaño que tenía este mercado en su pico máximo en 2008, justo antes de estallar la crisis.
Una reacción lógica de los inversores dado que, con tipos ultra-bajos y literalmente enterrados en dólares, el hambre de rentabilidad es tal que no sólo se han lanzado a comprar cualquier activo que prometa algo de retorno, sino que se han visto impelidos a apalancarse con instrumentos derivados para amplificar los exiguos rendimientos que pueden encontrar en el mercado. Consideren una emisión, como las que pueden verse, de bonos corporativos de alto rendimiento, antes conocidos como “bonos basura”, que apenas ofrece una rentabilidad del 5%, y recuerden que no hace tanto, uno podía obtener esa rentabilidad de un simple depósito con infinitamente menos riesgo, o un título de deuda pública. ¿Creen que es normal?
Y es que la insensata política de la Fed, que algunos tintadictos amantes de los estímulos, como The Economist en su último número, alaban para criticar el comportamiento, siquiera marginalmente, más responsable del BCE, lo único que ha logrado es cebar una auténtica bomba nuclear monetaria. Tengan ustedes en cuenta que la burbuja de bonos y de derivados es, a la postre, una burbuja de deuda. Y, como adelantó Mises, una de las graves consecuencias cuando estalla una burbuja de deuda en un sistema como el actual es la deflación inducida por la eliminación masiva de medios fiduciarios. No sería ésta una sana deflación pues, sino una muy destructiva que implica echarnos igualmente encima el portaviones del ejemplo anterior.
Y aunque no se puede predecir cuándo estallará la burbuja, ni qué acontecimiento hará de detonante -un evento de crédito de algún país sudamericano, la quiebra de un importante banco europeo, tensiones bélicas, etc.-,ni hacia qué lado se decantará la indeflación, lo cierto es que toda burbuja acaba estallando. Y parece que, tal y como reporta Business Insider, algunos inversores están deshaciendo posiciones en fondos y ETFs indexados a bonos de alto rendimiento, a la vez que dicha retirada se hace sentir en las nuevas emisiones, que sólo en julio han caído un 13% con respecto al mes anterior.
En este orden de cosas, tengan pues cuidado en sus decisiones y estén atentos a los movimientos de la cuerda. Y, sobre todo, no se confíen y caigan en la complacencia de la que es víctima el Gobierno, pues en un entorno de indeflación como el actual la recuperación no está ni mucho menos garantizada. Eso sí, aunque en un mundo financiero globalizado, como es el actual, ningún país está a salvo, congratúlense de vivir en Europa y de tener un Mario Draghi que, afortunadamente, es más cicatero con la impresora que sus pares norteamericanos. Posiblemente será lo que salve a nuestra economía.