¿Ha abandonado usted la adolescencia ya o a va a seguir llorando por que una concejal de ERC diga que le han roto los dedos?
Vivimos en un tiempo de adolescentes perpetuos. Un adulto, por ejemplo, será siempre consciente de que democracia no es sinónimo de votar. Poner un sobre en la urna es sin duda una condición necesaria para que exista, pero jamás suficiente. Las democracias occidentales, es decir, las democracias de verdad, son democracias liberales, que además de celebrar elecciones cuentan con mecanismos para intentar salvaguardar a las minorías –y especialmente a la minoría más pequeña, el individuo– de la aplastante opresión de un Estado apoyado por la mayoría. Que toda decisión de los poderes públicos deba estar sometida a las leyes es la principal de estas protecciones. Cuando, como en Cataluña, el Poder ha decidido situarse no ya al margen, sino en contra de las leyes que le dan legitimidad, el resultado no es una democracia sino una dictadura. Una dictadura que reclama el derecho a convertir en extranjero a la mitad de la población.
Un adulto también sabe que al final de la cadena de cualquier decisión política o administrativa hay un arma cargada. Definir el Estado como el monopolio de la violencia legítima implica reconocer que las decisiones que toma, las leyes que aprueba, las regulaciones que impone están en último término respaldadas por la fuerza. Ser plenamente consciente de ello, con todas las consecuencias, es de hecho una de las razones por las que soy liberal. ¿De verdad está justificado el uso de la fuerza para pagar televisiones públicas? ¿En serio está justificado el uso de la fuerza para obligar a todos los restaurantes a poner sobres individuales de aceite de oliva? Es posible debatir con un socialdemócrata adulto que responde afirmativamente a estas preguntas, pero no con un adolescente que se cree que pagamos nuestros impuestos por nuestra bondad innata.
Precisamente por eso, claro, ser adulto implica ser consciente de que violar la ley puede tener consecuencias, aunque lo hagas acompañado de muchos otros delincuentes. Que te puede caer un porrazo o un empujón. Que te puede hacer daño una bala de goma. Eso sucede siempre que la policía antidisturbios de cualquier lugar del mundo actúa para lograr que se cumpla la ley, que es la garante de nuestro derechos y libertades. Aunque las lágrimas hipócritas de los Piqué y los Soto Ivars puedan hacernos pensar lo contrario, que los antidisturbios den porrazos es bastante habitual en Cataluña. De ahí que un buen porcentaje de las fotografías que circulaban por las redes sociales el domingo fueran antiguas y tuvieran como protagonistas a los Mossos, que han actuado con similar o mayor violencia por razones infinitamente menos graves que una insurrección. Se lo explicaba muy bien hace años un jefe de los Mossos a Jordi Évole, quien naturalmente nunca entendió nada porque vive de ejercer de eterno adolescente.
Desgraciadamente, ser adulto es entender que lo que se ha roto no va a remendarse sin violencia. Aquellos que reclaman un regreso a la razón y al diálogo no han entendido ni entienden nada de lo que está pasando. Ante el escenario que Puigdemont, Junqueras y los demás supremacistas catalanes han puesto sobre la mesa, sólo caben dos vías. La primera, la rendición y la admisión de que España ya no existe, lo que no ahorraría la violencia entre catalanes, la destrucción de los derechos de los españoles nacidos en otras regiones y residentes allí y un riesgo extraordinario de que se destruyan las instituciones en el resto del país. La segunda, el uso amplio de la violencia del Estado para suprimir la autonomía y llevar a los responsables de la insurrección ante la Justicia. Con todas las consecuencias que yo, como adulto, asumo que se producirán. ¿Ha abandonado usted la adolescencia ya o a va a seguir llorando por que una concejal de ERC diga que le han roto los dedos? El Rey ha demostrado que él sí ha abandonado la adolescencia. Está por ver que los tres partidos constitucionalistas puedan decir lo mismo. Hasta ahora no lo han demostrado.