Menor creación de empleo, precios más elevados y menores ganancias entre los empresarios más humildes.
Buena parte de la población continúa analizando las políticas laborales desde una óptica filomarxista: cualquier cambio de la legislación laboral se dirige a beneficiar (o a perjudicar) a la clase trabajadora en su conjunto frente a la clase capitalista en su conjunto. Los trabajadores son caracterizados sin distinción como sujetos desvalidos, precarizados y pauperizados mientras que, a su vez, los capitalistas son descritos unánimemente como poderosos, explotadores y opulentos. De ahí que, por ejemplo, los incrementos del salario mínimo sean normalmente interpretados a la luz de esta dialéctica de clases: por definición, nos dicen, aumentar el SMI redistribuye renta desde la acaudalada clase capitalista a la empobrecida clase trabajadora.
En realidad, el resultado podría ser bastante distinto al que ambicionan los partidarios del SMI: los trabajadores supuestamente beneficiados podrían perder su empleo (o ver reducidas sus horas de trabajo), de modo que la redistribución de la renta sería desde los trabajadores que pierden su empleo a aquellos que lo mantienen a un SMI incrementado; asimismo, el capitalista podría subir los precios de sus mercancías para compensar el aumento de sus costes laborales, de modo que no habría una redistribución desde capitalistas a trabajadores, sino desde consumidores a trabajadores. Con todo, claro, también podría darse el caso de que los capitalistas ni reduzcan el empleo ni suban precios, sino que vean reducidas sus ganancias. En ese supuesto, el salario mínimo sí sería una herramienta para redistribuir la renta desde capitalistas a trabajadores.
Sucede que ni todos los trabajadores que estén percibiendo el salario mínimo tienen por qué ser trabajadores empobrecidos (pueden formar parte de una unidad familiar con ingresos muy por encima del umbral de pobreza) ni todos los capitalistas que abonan el salario mínimo tienen por qué ser ricachones con ganancias millonarias. O dicho de otro modo, aunque los incrementos del salario mínimo podrían en teoría redistribuir la renta desde los capitalistas ricos a los proletarios pobres, también podría darse el caso de que distribuyeran la renta desde los capitalistas pobres a los proletarios ricos. ¿Qué es más probable que suceda?
En un reciente estudio, los economistas Lev Drucker, Katya Mazirov y David Neumark han analizado los efectos de una revalorización del 15% en el salario mínimo de Israel entre los años 2006 y 2008. De entrada, los autores detectan que esta subida del SMI afectó negativamente al empleo (tanto más cuanto mayor fuera el porcentaje de la plantilla de una compañía que percibía el SMI), pero en las empresas más pequeñas y muy intensivas en trabajadores de sueldos bajos, los efectos negativos sobre el empleo fueron menos intensos, de modo que el ajuste se produce esencialmente vía beneficios (imaginemos una pyme con un único trabajador cobrando el SMI: ahí no había mucho margen de ajuste en el empleo). Así las cosas, las empresas con un mayor porcentaje de trabajadores en plantilla percibiendo el salario mínimo vieron caer sus beneficios entre un 46% y un 94% con respecto a otras empresas comparables pero no intensivas en trabajadores con sueldos bajos. Como además se daba la circunstancia de que esas empresas que fueron sobreproporcionalmente dañadas por el SMI también eran las menos rentables dentro de la economía, al final se cargó laboralmente las tintas sobre todo contra las compañías más “pobres” en términos relativos.
Por consiguiente, el salario mínimo, cuando no se traduce en despidos o encarecimiento de los productos, puede perfectamente implicar una redistribución en favor del grupo de trabajadores que lo percibe pero a costa no de omnipotentes capitalistas, sino de pequeños empresarios de clase media (en Israel, los ingresos medios de aquellos empresarios con mayor porcentaje de salarios mínimos en plantilla eran comparables a los salarios medios de la economía). No de ricos a pobres sino de familias modestas a otras familias modestas (acaso algo más pobres).
¿Cabe pensar que el análisis que efectuaron Drucker, Mazirov y Neumark para Israel distaría mucho de lo que puede suceder en España? No. Si analizamos la distribución, por tamaño del establecimiento, de los asalariados que perciben el sueldo mínimo comprobaremos que los perceptores del SMI se concentran, con muchísima diferencia, en las micropymes y que se hallan cuasi del todo ausentes en las grandes empresas. Por ejemplo, el 50% de su plantilla a jornada completa de las micropymes (menos de 10 trabajadores) cobra de media menos de 1.359 euros mensuales, mientras que en las grandes empresas (más de 250 trabajadores), este porcentaje ni siquiera alcanza al 11% de todos sus empleados.
En definitiva, subir el SMI hasta 1.400 euros mensuales (en doce pagas) tal como pretenden el PSOE y Unidas Podemos afectaría gravemente a la mitad de las micropymes nacionales y apenas tendría un impacto sobre el tan denostado Ibex 35. Es decir, afectaría desproporcionadamente a aquellas empresas que ya hoy son menos rentables, consolidando la posición de las grandes frente a las pequeñas y hundiendo los ingresos de los pequeños profesionales. Menor creación de empleo, precios más elevados y menores ganancias entre los empresarios más humildes. ¿A nadie se le ocurre una política más inteligente para mejorar los ingresos de los hogares más desfavorecidos sin perjudicar a las clases medias?