Nadie tiene un derecho inalienable a vivir en una ciudad determinada y en un barrio determinado pagando lo que él considere justo.
Entre las muchas formas de detectar a un imbécil, existe una infalible: que te digan «Yo no soy turista, soy viajero». Suele ser pronunciada por los mismos que defienden a ultranza a los inmigrantes ilegales porque «ningún ser humano es ilegal» mientras al mismo tiempo insultan a los turistas y los identifican como un grave problema a resolver. Es la forma de xenofobia políticamente correcta y aceptada por la extrema izquierda, la que les permite defender lo «autóctono» sin considerarse, ni que les consideren, unos racistas de tomo y lomo.
El turismo es nuestro petróleo. Sí, naturalmente, tenemos muchas otras industrias y servicios, como los puede tener Noruega, pero el turismo es nuestra especialidad y nuestra principal industria, como el oro negro es la suya. Es un sector especialmente sensible a las noticias. Estamos en cifras de récord no sólo porque hacemos las cosas bien, que las hacemos, sino porque otros posibles destinos están asociados con imágenes no muy edificantes de señores con turbante matando gente. Pero esa suerte podría acabarse en cualquier momento. Por ejemplo, cuando las noticias de los vándalos de extrema izquierda de Arran empiecen a llegar a ingleses y alemanes que puedan estar pensando en visitar nuestro país.
Las excusas supuestamente intelectuales con las que defienden a los borrokas son de risa. Parece que para nuestras lumbreras autodenominadas progresistas el estado ideal de toda ciudad y pueblo de España es el que tiene ahora, o el que tenía cuando ellos se fueron a vivir allí. Y es que no hay nada más conservador en materia de urbanismo que un tipo de izquierdas. Si a un barrio pobre y en declive empiezan a llegar jóvenes con un poco más de poder adquisitivo, se renuevan las viviendas, llegan nuevos locales, etc., el barrio se gentrifica y es muy malo porque pierde autenticidad y los señores que vivían allí antes ya no pueden permitirse seguir haciéndolo porque suben los alquileres o porque les conviene vender su piso y comprar otro más barato en otro sitio. En Madrid es lo que pasó en Chueca o Malasaña. Si los propietarios de pisos en zonas céntricas empiezan a alquilarlos a turistas, entonces se turistifican y pierden residentes fijos y, con ellos, la vida cotidiana, convirtiéndose en una especie de parque de atracciones para los visitantes. Lo cual es un horror que debe evitarse a toda costa. O a costa de los demás, al menos.
Nadie tiene un derecho inalienable a vivir en una ciudad determinada y en un barrio determinado pagando lo que él considere justo. Estar en el centro de Madrid o Barcelona es considerado un lujo por muchos por diversas razones, de ahí que los pisos sean más caros que en el extrarradio. Las actuales plataformas de internet que facilitan el alquiler de pisos a turistas no han hecho sino acelerar un fenómeno que ya estaba ahí y que, con diferentes formas, lleva teniendo lugar desde que existen las ciudades. Es cierto que nuestras leyes lo amplifican aún más, con las prohibiciones de construir en altura y las regulaciones y desprotección que para el arrendador suponen nuestras normativas de alquiler. Pero naturalmente lo que buscan los vándalos de las CUP y los gobiernos municipales de Madrid y Barcelona no es cambiar esas normas, sino impedir a la gente que pueda hacer con sus pisos lo que quiera.
Resulta enternecedor que quienes jamás se han preocupado ni un poco por los problemas de convivencia que la inmigración ha provocado en algunos barrios, tildando de racistas y xenófobos a quienes los mencionaban, ahora se levanten indignados por que la «lucha de clases» que supone el turismo actual expulse a los menos pudientes a barrios menos céntricos. Sería de risa si no fuera porque esa ideología sirve de base a unos borrokas que ponen en riesgo nuestra gallina de los huevos de oro. Luego se quejarán del paro y la pobreza, y harán caja en parlamentos y televisiones como los grandes defensores de los desposeídos a quienes dejaron sin empleo a fuerza de atacar a los turistas. Y con las ganancias se irán a Londres y Nueva York. A viajar, claro, no a hacer turismo.