En la URSS se detenía para su deportación al gulag a cualquier elemento sospechoso de traicionar las sagradas esencias estalinistas, delito que podía consistir en esconder un poco de trigo para evitar la muerte por inanición de sus hijos. Al que discrepaba del criterio del PCUS, aunque fuera en privado, se le fusilaba directamente. Eran los tiempos en que el telón de acero mantenía un adecuado nivel de higiene informativa que permitía a los comunistas actuar con entera libertad.
En Cuba no se sigue rigurosamente el manual clásico. No porque los gobernantes lo consideren inmoral, claro, sino porque la situación geográfica de la isla y el desarrollo de la globalización impide que este tipo de actuaciones se mantengan en secreto por mucho tiempo. De ahí que el castrismo elabore constantemente nuevos argumentos, cada vez más delirantes, para seguir machacando a los disidentes, de forma que a los canallas útiles del otro lado del charco no se les caiga necesariamente la cara de vergüenza al mirarse al espejo cada día.
Es sorprendente, quiero decir, absolutamente lógico, que tras la detención del líder de un grupo de rock cubano bajo la acusación de "peligrosidad predelictiva" (para el socialismo todo individuo ajeno al partido es un delincuente potencial), sus colegas musicales del mundo libre miren para otro lado con la conciencia exquisitamente limpia. Salvo las excepciones habituales, la tortura de un músico por las hordas castristas no es algo que les suscite un mínimo sentimiento de solidaridad. "Algo habrá hecho", pensarán nuestras "gentes de la cultura", habitual escuadrón de abajofirmantes antiimperialistas, tan comprometido y hasta violento cuando toca protestar contra Bush o Aznar.
Si el régimen castrista desaparece un día por las cloacas de la historia (su destino natural) y los cubanos recuperan la libertad, no faltarán músicos europeos dispuestos a acudir a la isla para reclamar sus méritos y celebrar la caída del régimen con un macroconcierto. Por supuesto que estarán Pablo Milanés y nuestros zejateros. Gorki Aguila, el rockero encarcelado por los castristas, y sus amigos, apaleados en público por exigir su liberación, probablemente les escupan desde la grada. Si es que viven para entonces.