Keynes fue el barniz teórico que sirvió a muchos socialistas para controlar la sociedad. Hasta la aparición de Keynes los gobiernos se vieron forzados a respetar la liquidez del sistema monetario y crediticio, así como el equilibrio presupuestario. Los déficit públicos eran considerados un motivo de vergüenza internacional que debían remediarse con prontitud.
La Primera Guerra Mundial supuso una dura puñalada al patrón oro y a la disciplina presupuestaria de los gobiernos occidentales; pero aun así, la mayoría de los economistas seguían creyendo en la necesidad de regresar al patrón oro y a los principios monetarios y fiscales decimonónicos que habían permitido el mayor progreso económico de la historia.
Sin embargo, la obra de Keynes, y en especial su Teoría General, permitieron la validación pseudocientífica de todas las supercherías y falacias que los economistas clásicos con tanto ahínco se habían esforzado en refutar. La inflación permanente pasó a contemplarse como una bendición que permitía reducir el desempleo y, de esta forma, incrementar la producción. El déficit público se convirtió en una virtud política que permitía incrementar la demanda agregada y estimular las economías decrépitas.
Como decía Palyi, las ideas de Keynes impulsaron las nacionalizaciones, los programas de gasto público mastodónticos, las expansiones del sector público y el establecimiento de una omnipresente seguridad social. El mercado quedaba reducido a un espacio minúsculo que, por lo general, estaba altamente regulado y controlado por el Estado. Desde Gramsci, los comunistas sabían que la revolución no podía funcionar en Europa, era necesario infiltrarse en el sistema desde dentro y dar un vuelco social sin que nadie lo percibiera: el keynesianismo cumplió a la perfección este papel.
Hoy en día el keynesianismo, a pesar de su supuesta retirada tras la “estagflación” de los 70, continúa dominando las almas de los gestores públicos. Ni hemos vuelto al patrón oro ni la austeridad presupuestaria prevalece en EEUU y Europa. Cuando estamos en medio de una crisis, la prensa especializada, a pesar de las recomendaciones de la ciencia económica solvente, sigue recomendando, como Keynes, reducciones del tipo de interés o incrementos del gasto público. En cierto modo, cuando Nixon afirmó que “todos somos keynesianos” estaba describiendo la lamentable realidad del mundo en los últimos 70 años.
España, por supuesto, no es una excepción. Ya vimos que en nuestro régimen partitocrático, tanto PP como PSOE se adscriben a una misma política liberticida que desconfía del empresario, del consumidor y del capitalista, mostrando sus preferencias por el burócrata, el sindicato y las plutocracias mediáticas.
No obstante, hay que reconocer que Aznar combatió, en cierta medida, la implantación y desarrollo del keynesianismo reinante en España. Así, la famosa Ley de Estabilidad Presupuestaria pretendía frenar el recurso al déficit público por parte de las Administraciones españolas. En cierto modo, era una norma estatal antiestatista, ya que limitaba el crecimiento del sector público por esa vía.
Obviamente, la ley por sí sola tenía un alcance bastante reducido. La prohibición de endeudamiento no implicaba que las administraciones no pudieran medrar a través de incrementos impositivos; sin embargo, sí es cierto que la financiación por la deuda pública es un crimen menos vistoso y palpable. Los gobiernos, por lo general, no se atreven a practicar grandes subidas de impuestos por miedo a una sublevación interna, de ahí que suelan recurrir a otros mecanismos como la inflación o el déficit público.
No es de extrañar, pues, que los nacionalistas, furibundos estatistas terruñeros, colocaran el grito en el cielo cuando Aznar les impidió “ejercer la función soberana” de endeudarse. Lo cierto es que fue un episodio muy significativo de para qué quieren los nacionalistas actuales la independencia: necesitan de manos libres para extorsionar y atracar a su población. Su soberanía es la esclavitud del individuo.
Y es que no debemos olvidar que la deuda pública es un atraco en toda regla. Dejando de lado que sus tenedores, merced a la elevada inflación que el propio Estado genera, suelen perder poder adquisitivo de manera continua, la deuda pública difiere el pago de los impuestos, de modo que nos empobrece a todos nosotros –incluso a quienes todavía no han nacido.
Pero, además, su rentabilidad se fundamenta en el engaño y en la ficción. Si usted compra bonos de una empresa privada, ésta será capaz de devolverle el principal y los intereses siempre que el proyecto emprendido mediante el préstamo sea suficientemente rentable como para generarlos en el plazo fijado.
En cambio, los intereses de la deuda pública no se abonan con cargo a las rentas derivadas de la nueva riqueza creada, sino a impuestos futuros independientes de la inversión pública. Por exigua que sea su rentabilidad, la deuda pública es una grandiosa estafa: los políticos podrían quemar el dinero prestado y, aun así, gracias a la confiscación fiscal, serían capaces de devolver el principal y los intereses.
De este modo, no es de extrañar que los políticos gasten sin ton ni son. A diferencia de los empresarios, ni pueden conocer cuáles son las necesidades de los consumidores ni, sobre todo, tienen que limitarse a emplear los recursos en aquellas actividades que incrementen el bienestar de la sociedad. El Boletín Oficial les permite satisfacer sus ambiciones particulares con cargo a la felicidad de sus sufridos contribuyentes.
No es casualidad, pues, que uno de los políticos más abiertamente ambiciosos de este país, la zanja Gallardón, en sólo un año haya incrementado la deuda del Ayuntamiento de Madrid en un 42%.
Es posible que si es madrileño no haya notado que su bolsillo sufriera una especial mengua durante el año pasado y que, por tanto, piense que no merece la pena concederle demasiada importancia al dato. Sin embargo, debería tener en cuenta dos cosas: la primera es que tarde o temprano sus impuestos se dirigirán a pagar ese dispendio lo que, probablemente, sí acarreará incrementos de los impuestos (ya que nuestros políticos no parecen muy dispuestos a reducir el gasto público) y lo segundo y, tal vez, más importante, es que ese mayor endeudamiento público ha contribuido a elevar los tipos de interés y a desviar recursos de las empresas al sector público.
¿Qué significa esto? Si está pagando una hipoteca, dele las gracias a Gallardón por facilitar que vaya un poco más asfixiado. Y si no lo está haciendo, dele igualmente las gracias a Gallardón por quedarse con unos recursos que, en otro caso, se habrían utilizado para crear nuevas empresas que habrían dado lugar a mayor riqueza, puestos de trabajo y productos para los consumidores.
De todas formas, no creamos que el resto del PP se salva de la quema. Es cierto que cuando ZP se cargó la Ley de Estabilidad Presupuestaria se rasgaron las vestiduras -con más hipocresía que convicción- pero, echando una mirada a la Comunidad Valenciana, gobernada por el PP, nos damos cuenta de que es la región más endeudada de España. ¿Es ésta la disciplina presupuestaria que predica el PP? ¿Es éste el partido que pretende constituir una alternativa liberal al intervencionismo zapateril? Cada valenciano debe, gracias a su pródigo gobierno, casi 2200 euros. Si vive en un hogar valenciano con tres miembros, sepa que los mitos, las artes, las ciencias, las luces y las copas le van a costar a su familia, aun hoy, más de un millón de las antiguas pesetas. ¿Que no llega a fin de mes? El paisaje valenciano se lo agradecerá.
Los socialistas de todos los partidos parecen claramente empeñados en controlar la vida de toda la sociedad. Su ansia planificadora no conoce límites y su voracidad liberticida parece no saciarse nunca. Keynes está muy vivo en España, y ningún político en activo parece dispuesto a enterrarlo. Será que, como decía el economista británico, a largo plazo todos estaremos muertos. Eso sí, mientras tanto, los políticos y burócratas armarán sus bacanales de zanja y cemento a costa de los españoles y de sus descendientes… si es que para entonces queda algo de España.