A día de hoy Mariano Rajoy es un cadáver político que, como Bruce Willis en “El sexto sentido”, no sabe que está muerto.
La situación política en España está alcanzando tal nivel de surrealismo que el que hasta ayer era el gran perdedor de las elecciones, el más apaleado y vilipendiado, el objeto de todo tipo de puyazos, burlas y remoquetes podría ser mañana el presidente de Gobierno. Cierto que con una dotación parlamentaria ridícula, de solo 90 diputados sobre los 350 que conforman la cámara baja, pero presidente al fin y al cabo. No creo que sea necesario recordarlo, pero por si acaso allá va: en el BOE escriben al dictado del presidente, no del grupo mayoritario en el Congreso. Quien tiene el BOE lo tiene todo. Eso bien lo sabe Soraya, que en breve habrá de despedirse de su juguete favorito. Para bien de todos, dicho sea de paso, porque, si bien no estoy seguro de que Rajoy haya sido el peor presidente de la democracia, tengo la certidumbre más absoluta de que Soraya ha sido la peor y más siniestra inquilina de la vicepresidencia desde que Franco inventó ese puesto para acuartelar en él a su querido general Agustín Muñoz Grandes. No tendrá problemas en recolocarse, es funcionaria de alto rango, seguirá cobrando puntualmente cada mes una generosa nómina extraída céntimo a céntimo de nuestras mortales costillas la produzca o no. A la que si que habrá que seguir de cerca es a María Pico, facsímil sorayesco de dos cuartas más de alzada pero con idéntica propensión al mal. La Pico es bellaca pero no funcionaria, al menos hasta donde yo se, por lo que tendrá que buscarse la vida más allá de los presupuestos generales del Estado. Le deseo suerte. Mala, claro.
Ya lo dije hace meses, los que daban por muerto al PSOE ignoraban que hasta el rabo todo es PSOE, un partido que lleva ahí ciento y pico años dando el coñazo, y no precisamente por casualidad. La carambola que esta vez podría meter por tercera vez a los socialistas en la Moncloa ha sido tan inesperada que en Génova andan todavía hoy, varios días después, palpándose los bolsillos. Les han robado la cartera y lo han hecho, además, delante de sus narices y con el consentimiento del incapaz de su jefe, de un Mariano Rajoy que lleva en modo esfinge desde el día 20 de diciembre cuando, después de haber capitaneado con mano firme el mayor batacazo electoral de la historia de su partido, se retiró a dormir plácidamente a sus aposentos. Luego se fue a Pontevedra a pasar la Navidad, sí, ese mismo lugar de donde para bien de nosotros, sus paisanos, nunca debió de haber salido.
En el PP recogen lo que llevan sembrando desde el mismo día que ganaron las elecciones de 2011. Han hecho todo lo humanamente posible por irse al garete y, como era de esperar, al final lo han conseguido. La singular proeza rajoyana –el hombre que mide los tiempos, recuerde– hay que saber ponerla en contexto histórico para advertir lo rematadamente torpe que se puede llegar a ser en un espacio de tiempo tan corto. Todos los presidentes de Gobierno, todos, han repetido al menos una vez, Felipe González se dio incluso el lujo de repetir varias, cuatro en concreto desde 1982 a 1996. Aznar no solo repitió, sino que mejoró sustancialmente sus resultados en las elecciones del año 2000. Pasó de ganar por los pelos a cosechar una sólida mayoría absoluta que le permitió gobernar otros cuatro añitos con su personalísimo estilo de inspector de Hacienda permanentemente cabreado.
De Rajoy, el opositor ejemplar, el de los tiempos, el hombre tranquilo que no huele, que no mancha, que no traspasa, solo podíamos esperar lo que hemos tenido. Se sentó y esperó a la derecha de dios padre Manuel Fraga, bajo cuyo patronazgo consiguió plantar sus reales en la Corte. Se sentó y esperó bien pegadito al lomo de José María Aznar, que lo fue llevando de ministerio en ministerio hasta el dedazo final. Se sentó y esperó dos legislaturas zapaterinas, que hubiesen sido tres o cuatro de no haber mediado la crisis económica. Sentado y esperando con el brazo extendido y la palma de la mano abierta le cayó el poder como al que le cae una aceituna después de pasarse seis horas debajo de un olivo. Ya en la poltrona se sentó y esperó a que la crisis, ese irritante incordio de empresarios arruinados, currantes del sector privado en el paro y autónomos presos del pánico, pasase como pasa una tormenta en verano. Y ahí sigue, sentado y esperando a que todos se pongan de acuerdo para que gobierne de nuevo él, aunque sea como mal necesario en estos tiempos turbulentos. Esto explica la cara de póquer que se le ha quedado cuando este martes Su Majestad le dijo sin decírselo que ya podía irse, que no era necesario esperar más, que no cuenta con él, que su partido apesta, que su tiempo ha terminado, que en Santa Pola el invierno es corto, el verano largo y despachan el Marca en los quioscos.
A día de hoy Mariano Rajoy es un cadáver político que, como Bruce Willis en “El sexto sentido”, no sabe que está muerto. Pero lo peor no es eso, lo peor es que todos a su alrededor si que lo saben pero nadie se lo quiere decir a la cara. Con lo fácil y rápido que sería encerrarse con él en un chalet de la sierra –como hicieron con Adolfo Suárez los barones de la UCD– y decírselo en cuatro palabras: “Mariano, vete. Hoy mejor que mañana”. Quizá harían falta tres más: “llévate a Arriola contigo”. Pero no, no lo harán. La cúpula del PP es un trasunto de su líder máximo, un hatajo de culiparlantes que con los años han desarrollado una fatal adicción al presupuesto. Lo son todo dentro de él, nada cuando se alejan. Más allá del uso y disfrute en beneficio propio de la administración pública no tienen dimensión espiritual o corpórea ni nada que les justifique, carecen de ideas, de principios y de fines. Son la política en el peor sentido de la palabra, y esta es de por sí palabra en la que todos sus sentidos son malos.
Ante el PP se abre el que posiblemente sea el periodo más doloroso de su corta historia. Quizá tengan que volver a cambiarle de nombre, lo que es seguro es que tendrán que cambiar de nombres. La era de los rajoyes, los arenas, las cospedales, las aguirres y todo el compango de sorayas y nadales, montoros y florianos, bigotes y correas, una generación alumbrada en el pesebre de la refundación aznarita de hace un cuarto de siglo, marcada por la barcenía, el gurtelato, la boda de la niña Ana, el congreso de Valencia y el todo con tal de mandar ha concluido. Ya solo queda oficiar la misa de difuntos y proceder al entierro. Sin honores, por descontado. Cuánto antes sea mejor para todos.