Turquía vive su segunda semana de protestas ciudadanas, desde que el 27 de mayo un grupo de manifestantes realizara una sentada contra los planes urbanísticos del Gobierno para remodelar la plaza Taksim, en la parte europea de Estambul. Lo que comenzó siendo una manifestación de enfado contra el Ejecutivo por su decisión de acabar con una importante zona verde de la ciudad sin contar con la opinión ciudadana ha desembocado en una oleada masiva de disturbios que tienen como escenario las ciudades más importantes del país, con Estambul y la capital, Ankara, como puntos de referencia. Con los cañones de agua y los gases lacrimógenos contra la población civil como imagen de fondo y casi dos mil detenidos, Erdogan niega las acusaciones de autoritarismo formuladas por los manifestantes, la mayoría de los cuales insiste en exigir su dimisión.
Lo cierto es que Recep Tayyip Erdogan, primer ministro de Turquía de forma ininterrumpida desde hace una década, no se ha distinguido en su acción política por ser un dechado de tolerancia. Al frente de su AKP, Partido de la Justicia y el Desarrollo, fundado por él mismo en 2001 y de perfil islamista moderado, ha ganado ampliamente todas las elecciones a las que ha concurrido, lo que ha interpretado, denuncia la oposición, como un cheque en blanco para actuar de forma autoritaria, más allá de lo que permite el juego democrático.
Cada vez que se le ha planteado una crisis política, Erdogan ha conjurado las amenazas con extraordinaria contundencia, para que no quedara cuestionada su autoridad. En 2007, el poderoso Ejército amenazó con intervenir ante el nombramiento del número dos de Erdogan, Abdulá Gül, como presidente de la república. Por su parte, el Poder Judicial intentó en su día ilegalizar al AKP y detener a toda su cúpula, empezando por el propio Erdogan, bajo la acusación de constituir una amenaza para el laicismo de Estado instaurado por el fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk. La respuesta de Erdogán consistió en perseguir a los militares implicados en ese intento de rebelión y cambiar la Judicatura de arriba abajo.
Las decisiones islamizadoras de Erdogan están encontrando gran resistencia entre buena parte de la sociedad. Así, la autorización a que las universitarias acudan a clase con el velo y las fuertes restricciones a la publicidad y venta de alcohol han indignado a la oposición y a los sectores más avanzados de la ciudadanía.
Erdogan, sí, ha ganado limpiamente todas las elecciones a las que se ha presentado, pero ahora afronta un desafío de mucho mayor calado. Se trata de su proyecto de reforma constitucional para convertir Turquía en una república presidencialista, lo que le permitiría una nueva reelección parlamentaria dentro de dos años. En caso de que esa profunda modificación del régimen político saliera adelante, Erdogan podría seguir controlando el país una década más y alcanzar su objetivo declarado de celebrar en el poder el centenario de la fundación del moderno Estado turco, en 2023.
Los disturbios de estos días son la mayor amenaza a la que se ha debido enfrentar Erdogan en su largo mandato. Nunca había vivido unas protestas así, duramente reprimidas. Ahora bien, el primer ministro sigue teniendo mucho tirón; de hecho, ni siquiera hay unanimidad en pedir su dimisión entre los opositores que han salido a la calle a denunciar su gestión. Sea como fuere, estas protestas generalizadas contra la forma autoritaria con que una élite islamista pretende cambiar la esencia de todo un país sí pueden influir en futuras decisiones tanto del Gobierno de Turquía como de los de otros países igual o más autoritarios del Gran Oriente Medio, que a estas horas deben de estar mirando los sucesos de las calles y plazas de las principales ciudades turcas con honda (y más que justificada) preocupación.
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