Mi interpretación es que Rand es mucho menos individualista de lo que ella, o sus lectores, piensan.
Un vistazo al hipnótico instrumento de Google Ngram arroja un creciente interés, en los últimos años, por Ayn Rand. La inopinada llegada de Donald Trump al poder también ha avivado la curiosidad por la autora rusa, nacionalizada estadounidense. Y el interés de Silicon Valley por ella despierta aún más curiosidad por la adalid del egoísmo.
Los ajenos a las obras de Ayn Rand, y a su culto, no entenderán los motivos de esta creciente fascinación por ella. Rand salió de la roja y fría Rusia soviética en 1926, con 21 añitos. Llegó a Nueva York con Calvin Coolidge en la presidencia, pero su pasión por vivir de su escritura le condujo muy pronto a Hollywood. Su primera novela publicada, Los que vivimos (1936), es la mejor de todas literariamente, aunque se interrumpa en ocasiones por las disertaciones nietzscheanas de sus personajes. Es parcialmente autobiográfica.
Sus dos grandes obras son El Manantial (1943) y La Rebelión de Atlas (1957). El individualismo es la trama común de ambas novelas, sólo que en la primera es desde el punto de vista personal, y en la segunda, desde el ángulo social. En El Manantial, un arquitecto de nombre Howard Roark se aferra a su obra, contra el parecer mayoritario, hasta las últimas consecuencias. Pero su gran obra es, de largo, La Rebelión de Atlas.
Rand tardó tres años en escribir el discurso de su protagonista, John Galt, y mucho menos en completar el resto de sus más de mil páginas. Como Himno, una breve novela anterior, La Rebelión de Atlas es una distopía. En ella, los motores del pensamiento, las artes y la economía, ahogados en un mundo dominado por el colectivismo, deciden abandonarlo y crear una utopía capitalista. No será necesario decir que el mundo que ha asumido una ética colectivista se desploma. De lo mejor de la novela es la descripción de la involución económica y moral resultante.
Silicon Valley lee con devoción a Rand. Hace diez años, Yaron Brook, director del Ayn Rand Institute, decía: “los líderes empresariales, desde los directores empresa de la lista Fortune-500 a jóvenes empresarios de Silicon Valley, dicen que han recibido un gran impulso espiritual de La Rebelión de Atlas”. Más recientemente, en 2016, una encuesta realizada por Vanity Fair recogía esa pasión de los grandes empresarios del sector tecnológico por Ayn Rand.
¿Cómo se explica esa pasión? Mi interpretación es que Rand es mucho menos individualista de lo que ella, o sus lectores, piensan. Su individualismo hace referencia a un puñado de grandes personas que descuellan sobre la gran masa. Esa masa la conforman un número de seres sin voluntad, que aceptan el mundo que otros crean para ellos. Eso no es individualismo, precisamente. Rand traza una barrera infranqueable entre esa masa informe, monocromática, pasiva, y los grandes creadores. Es una lectura muy atractiva para gente que se cree muy por encima de los demás y que, como Hank Rearden, están en la frontera de lo posible económica y tecnológicamente. Rand hace una descripción novelada del empresario de Joseph Schumpeter, el que rompe con lo establecido para imponer un nuevo orden que otro volverá a quebrar. Rand, además, le otorga una base moral a ese capitalismo schumpeteriano. Como dice Ed Crane, “cuando te encuentras a empresarios que defiende el capitalismo sobre bases morales, con lo que has topado es con uno que ha leído La Rebelión de Atlas”. Realmente, ¿puede pedir más un Elon Musk, un Jeff Bezos, un Peter Thiel?
Ese idilio del valle del silicio con la novelista rusa es sólo parte de la historia. Hay otro motivo que hace de Rand una intelectual para el momento. Y es que el atávico y pegajoso colectivismo está viviendo una edad de plata. No es grandioso y criminal, como cuando se escribió La Rebelión de Atlas. Es un atavismo evolucionado. Si el anterior era tribal, y buscaba someter a la sociedad extensa la estructura jerárquica de las primeras poblaciones humanas, este es ya medieval y busca crear una sociedad estamental, en la que cada individuo pertenece a un grupo en función de su sexo, raza u orientación sexual, y es eso lo que le define y condiciona. El colectivismo postmoderno confina al individuo a una identidad de la que no puede escapar, y que otorga un papel prefijado en esta sociedad dividida, sobre el cual nada tiene que decir.
Ayn Rand cortaría esa sociedad dividida en paneles con el cuchillo de la razón individual. Propone una filosofía un tanto ingenua, pero al menos basada en una apelación a la razón como base de nuestra civilización. La sociedad estamental, panelizada, necesita capas y capas de discurso colectivista para encajonarnos en nuestros estamentos. Y como no hay una base racional para hacerlo, recurre al sentimentalismo. Un sentimentalismo especioso, que apela a los animalitos que somos hablándonos de buenos y malos, de presas y depredadores, pero que se disuelve como un azucarillo frente a un discurso racional.
La filosofía randiana, llamada pomposamente objetivismo, tiene sus defectos. Es materialista; “una filosofía para vivir en la Tierra”, la definió Rand. Ese materialismo no es necesario para el resto del edificio. Afirma que hay una realidad sustancial, permanente o semi permanente, que se presenta ante nosotros y de la que formamos parte. Nosotros, por otro lado, somos capaces de apreciarla y describirla por medio de la razón.
Yo creo, con Hayek, que lo que observamos del mundo real no es ese mundo sino una interpretación del mismo. Para empezar, nuestros sentidos no pueden percibir más que una parte de los atributos de la realidad. Además, para entender esos atributos, esas sensaciones, necesitamos situarlos en un contexto más, amplio, interpretarlos, clasificarlos. Y la mente hace precisamente eso, clasificar, interpretar. De modo que las ideas no son la realidad saltando a nuestra mente, sino que son nuestras teorías sobre ellas, basadas en una fuente parcial de sensaciones.
Sigue Rand diciendo que, si la razón puede acceder directamente a la realidad, ésta no sólo puede sino que debe reconstruirla en el mundo de las ideas para servir al desarrollo personal y del conjunto de la sociedad. Si lo que piensas no coincide con la realidad, dice uno de sus personajes, “revisa tus premisas”. Y hace así un llamamiento constante al uso de la razón.
Quizás el aristotelismo de Rand no sea la respuesta definitiva a nada. Y no es una guía segura, ni desde luego suficiente para entender el mundo actual. Pero sí es un instrumento interesante para demoler la farfolla colectivista y sentimentaloide del momento.