Los que hoy son escrachados no dudaron en fomentar, defender o, como mínimo, tolerar actos similares.
Los escraches no son más que un burdo intento por justificar lo que, en esencia, constituye un acto colectivo de acoso, asedio y amenazas que puede ser constitutivo de delito. Así, tal y como recoge el Código Penal en su artículo 172 ter, «será castigado con la pena de prisión de tres meses a dos años o multa de seis a veinticuatro meses el que acose a una persona llevando a cabo de forma insistente y reiterada, y sin estar legítimamente autorizado, alguna de las conductas siguientes y, de este modo, altere gravemente el desarrollo de su vida cotidiana: la vigile, la persiga o busque su cercanía física [o] atente contra su libertad o contra su patrimonio […]», entre otras.
De hecho, no es casualidad que la Abogacía de la Generalidad valenciana haya denunciado ante la Fiscalía el escrache que organizó el pasado miércoles un reducido grupo de ultras de extrema derecha, de apenas 20 personas, ante el domicilio de la vicepresidenta regional, Mónica Oltra, de Compromís, por un posible delito de acoso, odio o desorden público. El escrache en cuestión consistió en desplegar una gran bandera de España mientras sus protagonistas, que llevaban las caras tapadas con máscaras de la película Scream, coreaban lemas y cánticos con un megáfono.
Sin ir más lejos, varios dirigentes populares de la Comunidad Valenciana fueron acosados e insultados en sus propias casas por grupos mucho más numerosos durante la pasada legislatura: Francisco Camps sufrió varios escraches tras dimitir como presidente de la Generalidad a mediados de 2011; la exalcaldesa de Valencia Rita Barberá tuvo que soportar durante meses protestas, insultos, pintadas e incluso amenazas de muerte a las puertas de su inmueble antes de fallecer; el hoy eurodiputado Esteban González Pons denunció en 2013 que la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) de Valencia se concentró frente a su domicilio, hasta el punto de entrar en el edificio y subir hasta su piso para aporrear la puerta «durante 45 minutos»; incluso la actual líder del PP valenciano, Isabel Bonig, tuvo que soportar una protesta similar, también en 2013, cuando era consejera de Infraestructuras.
No fueron los únicos. Sonado fue el escrache que sufrió Cristina Cifuentes cuando todavía era delegada del Gobierno en Madrid o el que padeció la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, a manos, una vez más, de la PAH.
O qué decir del brutal boicot estudiantil a Felipe González para impedirle celebrar una conferencia en la Universidad Autónoma de Madrid en 2016 o el aberrante escrache sufrido en 2010 por la que fuera líder de UPyD Rosa Díez durante un acto en la Complutense, con la inestimable participación de Pablo Iglesias y Rita Maestre, donde se la llamaba «asesina legal», exigiéndole que abandonara el edificio.
O, sin irmás lejos, los gritos y amenazas que tuvo que aguantar el pasado jueves el líder del PP catalán, Xavier Albiol, por parte de un nutrido grupo de independentistas.
¿Dónde estaban entonces lo que hoy condenan con tanta vehemencia el acoso a Oltra? ¿Dónde las muestras de solidaridad y apoyo? ¿Dónde su repulsa hacia este tipo de violencia? No busquen, pues nada encontrarán. La propia Mónica Oltra comprendía en 2013 estos deleznables actos de asedio público debido a la supuesta falta de comunicación entre políticos y ciudadanos. La dirigente de Compromís señalaba entonces que no haría falta protestar ante los domicilios privados de sus señorías si estos tuvieran «horarios y espacios de atención al público». Curioso, ¿verdad?
El mandamás de Podemos, por su parte, lejos de condenar tales actos, los alentaba sin reparos: «No me cansaré de decir. Los escraches son, ante todo, el jarabe democrático de los de abajo».
Su segundo, Alberto Garzón, decía también en 2013 que «los escraches son la pacífica y legítima reacción de las víctimas», mientras que Juan Carlos Monedero iba un poco más allá al señalar que «el escrache es democracia».
Asimismo, la cara amable del podemismo local, Manuela Carmena, afirmaba antes de llegar a la alcaldía de Madrid que los escraches son «una protesta no sólo legítima, sino necesaria«. No es de extrañar, por tanto, que su portavoz municipal, Rita Maestre, se negara a condenar hasta en tres ocasiones el boicot sufrido por Felipe González o que Nacho Murgui, actual teniente de alcalde de Madrid, participara en el escrache a Sáenz de Santamaría.
Los escrachadores de ayer son los escrachados de hoy. Todo esto tiene un nombre y se llama cinismo. No seré yo quien, como hizo Iglesias en su día, diga eso de que «ya era hora de que probaran un poquito de su propia medicina». No y mil veces no. Todos los escraches, sin excepción, son condenables con igual y firme rotundidad. En un Estado de Derecho como el español, en el que se garantiza un marco básico de derechos y libertades individuales, el ejercicio de la Justicia no corresponde al «pueblo», sino a los jueces, y nadie, ni de izquierdas ni de derechas, puede tomarse la licencia de intimidar a un tercero.