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Estado precavido no vale por dos

Publicado en Libertad Digital

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Dice un dicho español que hombre precavido vale por dos. En él se expresa la importancia que tiene el hecho de que los individuos traten de prever los riesgos que con mayor verosimilitud puede depararles el futuro y actúen tratando de minimizar sus consecuencias. Sin embargo, podemos observar que, cuando el estado impone precaución a la sociedad, los efectos beneficiosos de la acción individual y voluntaria pueden transformarse en una auténtica pesadilla para el conjunto de la sociedad.

Desde la Declaración de Río de 1992 la moda intervencionista pretende desnaturalizar el ejercicio de la precaución mediante la imposición al resto de la sociedad de una particular forma de entender el riesgo y su reducción a través de una moderna herramienta de ingeniería social llamada "principio de precaución". Según este principio no es necesario contar con prueba alguna de la existencia de un riesgo para el medio ambiente o para las personas, en relación con una actividad determinada, para que ésta pueda ser prohibida o restringida. Vamos, que contar con creencias, hipótesis o supercherías acerca de dañinos efectos secundarios es más que suficiente para poner en cuarentena la producción de un bien o de un servicio. Con la excusa paternalista de protegernos de las incertidumbres y riesgos potenciales que necesariamente conllevan las actividades productivas, y las humanas en general, se defiende la aplicación de este principio cuyo efecto visible e inmediato es impedir ciertos riesgos potenciales. Sin embargo, un resultado menos evidente de esta política es someternos a otros riesgos que suelen ser mucho más temibles que los evitados.

Así, la proscripción del DDT a modo de precaución ante la remota posibilidad de que generase cáncer se cobra cada año un millón de muertos como consecuencia de la malaria; la prohibición de vender cereales modificados genéticamente debido al temor injustificado de que provoquen algún efecto secundario desconocido tiene como consecuencia un mayor precio de los cereales en los países desarrollados y hambre en los países pobres; la restricción de la emisión de gases a la que obliga el Protocolo de Kioto como consecuencia de su hipotética contribución al supuesto calentamiento del planeta, nos aboca al riesgo de paro y empobrecimiento relativo. Por lo tanto, el principio de precaución no puede protegernos del riesgo consustancial a toda actividad humana. Tan sólo nos impide asumir unos riesgos y nos impone otros.

La aplicación política de esta forma autoritaria de entender la precaución invierte la carga de la prueba, erosiona el principio de responsabilidad, desincentiva la innovación, impide la elección y gestión privada de los riesgos, paraliza el progreso económico y pone en manos de gobierno de turno un poder arbitrario de intervención en el mercado que genera una enorme incertidumbre. Si con la excusa de la protección del medio ambiente, este principio surrealista, introducido recientemente en la constitución francesa, terminara imponiéndose en el mundo occidental, el dinamismo de las sociedades capitalistas se marchitaría como una rosa en un tupperware.

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