La única patria que merece la pena es aquella de la que te puedes cachondear
Este domingo se jugará en el estadio Vicente Calderón la final de la Copa del Rey de fútbol. En principio, y con tanta Champions y tanta Liga, este torneo no tiene demasiada trascendencia deportiva. Los equipos grandes que no se han comido un colín en toda la temporada lo toman como un premio de consolación, los pequeños que a veces consiguen ganarlo, como un trofeo de segunda categoría que, precisamente porque es eso mismo, pueden permitirse levantarlo de tarde en tarde. Quizá por eso, y por la obligada presencia del Rey en el campo, se habla más de esta final por cuestiones políticas que por las meramente futbolísticas.
A mi personalmente el fútbol me interesa entre poco y nada. A veces incluso me interesa menos que nada. Este deporte es quizá el más pesado, lento y soporífero de todos cuantos se han inventado. Normal que los gringos no quieran ni verlo. Lo que sí me interesa es que gane el Atleti de Madrid, aunque sea de chiripa o jugando mal. Pero la final de la Copa del Rey va más allá del fútbol. Cada vez que la juega el Barça, cosa que sucede muy a menudo, la competición deportiva pasa a un segundo plano y afloran las querellas y la mala leche. No me invento nada, es un hecho verificable en la realidad.
¿Siempre fue así? Pues la verdad es que no. El Barça es el equipo que más copas del Rey ha ganado (27) y también el que más finales ha disputado (37). Ojo, que mi Atleti no le anda lejos con 10 títulos, 19 finales y la competencia inclemente de los chamartineros. Lo de convertir la final de la Copa en un mitin es algo relativamente reciente. Recuerdo que en 1996, durante aquella altísima ocasión que vieron los siglos pasados y verán los venideros, cuando el Atleti hizo doblete, la final de Copa se la jugaron contra el Barça en La Romareda de Zaragoza. Ganó el Glorioso, claro, pero en tiempo de descuento y con la lengua fuera, como debe de ser. Lo que no hubo fue movida identitaria en la grada, o al menos yo no lo recuerdo.
En aquel entonces el nacionalismo catalán no había entrado en su periodo manierista. Sus seguidores no eran dados a los fervores patrióticos que hoy se estilan entre la hinchada blaugrana. De diez años a esta parte, sin embargo, los actos de fe futbolístico-sentimentales se han vuelto muy usuales siempre que el Barça anda de por medio. Y eso que suelen ganar. No quiero ni imaginar la llantina si perdiesen. Seguramente harían lo mismo pero llorando: emplear a un equipo de fútbol como ariete político. Lo cual no me parece mal del todo. Si al fútbol le quitas la identificación con la ciudad le quitas el 99% de su interés, porque el resto son patadones, piscinazos y tíos tatuados de postureo por el campo.
La clave es que ese ariete se utilice para simbolizar buenas ideas. Y el nacionalismo, ningún nacionalismo, es una buena idea. El Atleti, por ejemplo, simboliza la madrileñía. Y la madrileñía es inclusiva y abierta, es bulliciosa y popular, vivaracha y enreda, es mestiza y juguetona. No es casual que el Atleti sea el equipo de Torrente, pero también el de Sabina, el de Rosendo y el de su Majestad Católica don Felipe VI de Borbón y Grecia. Madrileño es quien quiere serlo. Se puede, de hecho, ser madrileño y, a la vez, de otros muchos sitios. Para ser catalán normalizado, en cambio, hay que hacer un master intensivo de lengua, costumbres e identidad del terruño y, sobre todo, hay que repudiar de palabra y obra todo lo que no encaje en ese lecho procustino en el que los nacionalistas han convertido la catalanidad.
Si el Barça fuese a Barcelona lo que el Atleti es a Madrid pues me encantaría. Pero no lo es. Ni siquiera representa la ciudad como tal, sino a un constructo ideológico con los límites muy bien delimitados y del que uno no puede salirse. Barcelona, albergue de extranjeros que decía Cervantes, se merecería tener un equipo como el Atleti. Es una pena que no lo tenga. Y no, no se lo vamos a prestar. Que funden uno igual.
Ahora bien, que no me guste lo que simboliza el Barça no significa que me parezca bien eso de que no dejen acceder al estadio con las famosas banderas esteladas, que son como una bandera de Cuba pasada por una paella. Conozco su simbolismo, pero por las mismas podrían impedir entrar en el Camp Nou a todo aquel que portase la bandera de los independentistas araneses, que existir existen, lo que no sé es si han tuneado ya una bandera que les diferencie de los otros.
Creo firmemente en la propiedad como gran coordinador social. Las normas las debe de poner el propietario siempre y cuando esas normas no vulneren la legislación vigente. Y, hasta donde yo sé, la exhibición pública de la estelada no es ilegal. El estadio Vicente Calderón es propiedad del Club Atlético de Madrid SAD, luego debería ser esta sociedad mercantil quien decidiese si las esteladas pasan o no. Claro, que lo mismo el Atleti ha alquilado el campo a la Real Federación Española de Fútbol, que es la entidad organizadora del torneo. En ese caso el arrendatario estaría en su pleno derecho de franquear (o no) el paso a los portaestandartes de la Cataluña milenaria o, directamente, de prohibir todas las banderas a excepción de las del Atleti con su rojo, su blanco, su oso, su madroño y sus siete estrellas como siete soles.
Esto último sería una gran idea y así se acababa el problema. Al terminar el encuentro las aficiones del Barça y del Sevilla, de riguroso rojiblanco ambas, podrían hermanarse en torno a unas cañas de Mahou en los bares del paseo de los melancólicos, que es como se llama la calle donde está el Calderón. Porque la madrileñía también es eso, poner a un barcelonés y a un sevillano a contarse chistes a cien metros escasos de nuestro Manzanares, ese andrajo de agua del que nos gusta mofarnos porque la única patria que merece la pena es aquella de la que te puedes cachondear. En eso los hijos de la Villa llevamos bastante ventaja.