Europa teme que se disuelva un matrimonio extraordinariamente fructífero durante 72 años. Sería terrible que algo así sucediera.
Europa está aterrada por el triunfo de Donald Trump. Le teme a la visión del amigo americano, el primus interpares. Lo acaba de revelar una macroencuesta realizada por la empresa francesa Ipsos. La llevó a cabo en 24 naciones y entrevistaron a 18.000 personas. Ipsos es la mayor empresa europea de investigación y una de las más serias.
El país más pesimista es España. El 84% de los españoles piensa que Trump será un pésimo presidente para todos. Entre otras razones, alegan los mejor informados, coincide demasiado con los comunistas de Podemos y de Izquierda Unida. Se opone, como ellos, a los tratados internacionales de libre comercio, critica a la OTAN y a la Unión Europea. Es proteccionista, aislacionista e intervencionista. Les dice a los empresarios dónde y cómo deben invertir. Con Trump se confirma la intuición de que los extremos –populistas de izquierda y derecha– se tocan.
Tras el juicio negativo de los españoles sigue el del 80% de los británicos, el 78% de los alemanes y el 77% de los franceses.
¿Qué preocupa a muchos europeos, y especialmente a sus Gobiernos?
Les preocupa el respaldo de Trump al Brexit y su amistosa cercanía con Nigel Farage, el líder de la disolución de los lazos entre el Reino Unido y la Unión Europea. Las críticas de Trump a Ángela Merkel y su corrosiva intromisión en los asuntos del grupo de 28 países. Simultáneamente, les inquietan las opiniones favorables de Trump sobre Vladímir Putin, el hombre que invadió Crimea y amenaza los Balcanes. La misma encuesta de Ipsos encontró que el 74% de los rusos aplaude el triunfo de Trump.
Rusia no es el único país del mundo que tiene una percepción risueña del nuevo inquilino de la Casa Blanca. El 65% de los indios también lo ven con optimismo. Incluso más que en Estados Unidos, donde el 52% tiene una opinión positiva y un 48% negativa.
Ángela Merkel y François Hollande poseen una legítima preocupación con el destino de la Unión Europea. La gran hazaña diplomática del siglo XX ha sido la progresiva unión de Europa forjada entre Alemania y Francia, los rivales que habían desangrado el continente desde 1870 hasta 1945 por medio de espantosas guerras.
Primero procedieron cautelosamente creando la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (1951). Eran los años iniciales de la segunda posguerra mundial. Fue la obra de los visionarios franceses Robert Schuman y Jean Monnet, del italiano Alcide de Gasperi y del premier alemán Konrad Adenauer. Se adhirieron los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo).
Alemanes y franceses querían, ardientemente, poner fin a las habituales carnicerías europeas. Lo harían creando intereses comunes e instituciones de derecho que vincularan a los Estados y les amarraran las manos a los políticos.
Luego siguió la Comunidad Económica Europea (1958). A los seis países originales eventualmente se les sumaron otra media docena. Y así siguieron hasta que en 1993 la CEE fue sustituida por la Unión Europea, creada en Maastricht tras la disolución de la URSS y del campo socialista.
Como Alemania y Francia son dos países razonablemente eficientes, pero dotados de inmensas e intrincadas burocracias, contagiaron el nuevo organismo con esa característica. Sin embargo, en lo esencial lograron su cometido: desterrar el nacionalismo excluyente, mantener la paz y prosperar juntas todas las naciones, aunque fuera a un ritmo más lento.
Naturalmente, eso ha sido posible gracias al estímulo político y a la protección militar de Estados Unidos por medio de sus bases y por la existencia de la OTAN. Y esto es, exactamente, lo que muchos europeos temen que se debilite por la asunción de Trump a la presidencia de Estados Unidos.
F. D. Roosevelt, Truman y el resto de los gobernantes americanos entendieron, atinadamente, que a Estados Unidos le convenía una Europa fuerte, unida y en paz, con la cual realizar transacciones y compartir responsabilidades, de la misma manera que, a partir de hace unos años, comprendieron que les favorecía la existencia del euro, porque no hay nada que enturbie más el panorama comercial que la existencia de signos monetarios débiles y erráticos.
Así fue hasta que Trump se instaló en la Casa Blanca. Se trataba de un político con un mensaje diferente, antiguo, que podía echarlo todo a perder. Por eso Europa está aterrada. La primera potencia del mundo le ha cambiado las señas y las reglas de juego. Europa teme que se disuelva un matrimonio extraordinariamente fructífero durante 72 años. Sería terrible que algo así sucediera.