El exilio del rey Juan Carlos es el último movimiento tectónico dentro de la institución real española. Creo que es una decisión errónea, por las mismas razones que expresó Cristina Losada en un reciente artículo. Sus antecesores, todos hasta Carlos IV, han vivido al menos una parte de su reinado en el exilio, o han muerto en él. Pero entonces el exilio tenía otro significado, porque la figura del Rey portaba un conjunto de derechos y funciones políticas distintas a las de la segunda restauración.
Su sola presencia significaba la continuidad del Estado, de todo el acervo de instituciones del país, y el ejercicio del poder dentro de las mismas. Si un rey o reina estaba en el exilio, es porque otro ocupaba su lugar; o porque lo hacían las dos malhadadas repúblicas españolas. Lo que era inconcebible es la presencia en España de dos reyes con pretensiones de legitimidad. En tal caso, lo que cabe esperar es una guerra civil, que es lo que se produjo a lo largo del XIX entre dos ramas de los Borbones: las guerras carlistas.
Alfonso XIII elige el exilio porque cree que continuar en el empeño de mantener la monarquía llevará a un enfrentamiento civil, que él intenta evitar. Y porque como su persona representa la soberanía, junto con la nación, su presencia en España supone un conflicto. Si se queda, o lucha por hacer efectivos sus derechos, o renuncia definitivamente a ellos. El exilio es sólo una renuncia estratégica, no de principio.
La monarquía incrustada en la Constitución de 1978 es fundamentalmente distinta. Las constituciones de 1812 y 1869 proclamaron que la soberanía residía en la Nación, que la Pepa definía como “la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Pero apenas tuvieron vigencia. Y en el resto de constituciones modernas, incluida la de 1876, la facultad de escribir las leyes la compartían las Cortes y el Rey. La Constitución del 76, suspendida durante la Dictadura de Primo de Rivera, se restituye con el exilio del espadón y está en vigor cuando los republicanos ocupan el poder en 1931 ante el abandono por parte del Rey. La de 1978 es la primera constitución moderna española basada en la soberanía nacional que ha durado más de cuatro años en vigor.
Pese al nostálgico esfuerzo de Luis María Anson de convertir a Juan de Borbón en Juan III, en realidad Juan Carlos I es sucesor de Francisco Franco, “a título de rey”. Juan Carlos hereda de Franco la jefatura del Estado, primero por la designación de su creador, que es Franco, y segundo porque el Borbón acepta encabezar ese Estado, con todas sus leyes fundamentales, y las que cuelgan de ellas. Si Juan Carlos I lidera una transición a la dictadura “de la ley a la ley y por medio de la ley”, es porque a lo que está atada su jefatura de Estado es al que se creó en torno a la figura de Franco. Juan Carlos I no “rompe” con el franquismo para enlazar su legitimidad con la se su abuelo, Alfonso XIII.
Su gran contribución a la historia de España es esa: Partir de lo alto de un Estado que limitaba los derechos políticos e individuales de los españoles, y liderar una transición ordenada, legal y efectiva a una democracia. Nuestra democracia es muy imperfecta, con graves problemas que, en última instancia, ponen en riesgo la propia Constitución, y con ella la monarquía. Pero tiene la gran virtud de ser el primer sistema político sin exclusiones sistemáticas de una parte del cuerpo electoral.
Es difícilmente imaginable que la monarquía española fuera a sobrevivir a esta Constitución. Por pura supervivencia, eso la convierte en garante del actual orden constitucional. Pero esa dependencia de la Constitución de 1978 le convierte en una institución vulnerable. Llegado el caso de conflicto entre los intereses generales de la nación y el actual sistema político, sería comprensible que actuase en favor de este último.
La debilidad de la monarquía actual es que no quedan ya rastros de lo que se ha llamado la “constitución histórica española”; la que defendió Jovellanos, por ejemplo, en las Cortes de Cádiz. La legitimidad de la monarquía, como la de la Constitución, es puramente instrumental. Y positivista. De modo que un acuerdo político distinto arrastraría a la institución al recuerdo. Esa debilidad puede tener efectos políticos benéficos. Felipe VI comprendió perfectamente que la Casa Real albergará la jefatura del Estado mientras sea “ejemplar”, y se gane el respeto y el reconocimiento de los españoles.
El exilio de Juan Carlos está planteado como metáfora, como si el alejamiento geográfico fuera el mismo que tiene con el actual Rey. Tiene un elemento real; puesto que lo que justifica la Corona española es su origen y su utilidad pública, se puede desvincular a Juan Carlos de Borbón de la Corona y convertirlo en un ciudadano privado más. Porque su dignidad ya no está vinculada esencialmente a su persona, sino a la institución.
A corto plazo, parece haber funcionado, si la encuesta realizada para el diario El Español refleja la realidad: La salida de Juan Carlos I provoca un vuelco de 15 puntos a favor de la monarquía. Pero es un resultado que puede ser efímero. A largo plazo no está claro que la profilaxis del distanciamiento se sobreponga a otros mensajes que da el rey Juan Carlos con su extrañamiento de España: que acepta el grueso de las acusaciones que recaen sobre él. Además, si no va a vivir a una democracia asentada, Juan Carlos enviará un mensaje muy peligroso: que él no aprecia lo suficiente la importancia de vivir en un Estado de derecho con todas las garantías. Si se afinca en la satrapía de Abu Dhabi, habrá asestado un nuevo golpe a la institución que él encarnó durante cuatro décadas.