El régimen común es como un banquete en el que el que menos come es el que más paga.
Fedea ha publicado una propuesta firmada por Ignacio Zubiri en la que, con gran profusión de datos, se esboza una reforma de la financiación autonómica. Para este catedrático de Hacienda Pública por la UPV el sistema de financiación está mal, “es opaco”, “carece de una lógica subyacente” y “ha sido utilizado como un instrumento político para premiar a algunos y penalizar a otros”. De acuerdo en todo. Para solucionarlo propone la creación de un fondo común que garantice los servicios básicos, repartido en función de la población y compuesto por los tributos que actualmente gestionan las comunidades autónomas más los aportes del Estado.
El análisis de Zubiri es bueno, está despolitizado y, sobre todo, desprovisto de las habituales soflamas patriótico-solidarias con las que los partidarios de la caja única nos atizan en cuanto se saca el tema. Ahora bien, no sé si por miedo a armar más ruido del necesario o porque realmente cree que el oleoducto de un solo sentido entre las regiones ricas y las pobres sirve para conseguir la igualdad, –que ha sido, a fin de cuentas, el motor de ese sistema desde su alumbramiento durante la Transición–, lo enmienda con una dosis de más de lo mismo.
España es uno de los Estados más descentralizados del mundo. Algunas de sus comunidades autónomas tienen más competencias que muchos Estados federados. Si lo a lo nuestro lo seguimos llamado Estado autonómico es más por miedo a mentar a la bicha federal, que en nuestro país tiene mala prensa desde la amarga experiencia de la Primera República hace ya siglo y medio, que a cualquier otra cosa. Pero los hechos son los que son. En España las autonomías lo administran prácticamente todo, en la mayoría de ellas la presencia del Estado central es tenue, apenas perceptible para la gente del común, ya que solo se encarga de emitir el DNI y el pasaporte una vez cada diez años, de imprimir los sellos de correos que nunca utilizamos y de impartir justicia. En lo demás es la autonomía la que se encarga de todo.
Esta es la realidad después de tres décadas largas de experimento autonómico. Un experimento que se quedó a la mitad porque, por debajo de los vistosos logotipos regionales y de los bien nutridos cuerpos funcionariales autonómicos, el combustible que alimenta toda la maquinaria sigue proviniendo del mismo depósito. A grandes rasgos, el Estado central recauda y distribuye a su antojo en función de criterios políticos y “de solidaridad”. Luego la descentralización es solo de gasto, pero no de ingreso. Solo hay dos excepciones: el País Vasco (de donde proviene el propio Zubiri) y Navarra. Ambos disponen de una herramienta que les permite recaudar en sus respectivos territorios. Una parte de la recaudación la dedican al llamado “cupo”, que es una especie de cuota que viene a remunerar los gastos en los que Estado incurre en esas dos comunidades.
El sistema vasco-navarro, que es un privilegio en tanto los demás carecen de él y no pueden legalmente organizarse del mismo modo, ha funcionado extraordinariamente bien. En ambas comunidades los impuestos han sido de promedio más bajos, el endeudamiento público menor y la renta disponible por habitante está año tras año en la parte alta de la tabla. Ni los vascos ni los navarros quieren prescindir de su fuero, empezando por el propio Zubiri, que insiste en que el sistema foral es una singularidad vasco-navarra que no se puede extender a los demás. Una singularidad que muchos fundan sobre una centenaria historia foral, como si otras regiones de España no la tuviesen. Lo cierto es que fueros constituyeron la esencia misma del país hasta que, primero en el siglo XVIII con Felipe V y luego en el XIX con las reformas liberales, se suprimieron de raíz buscando que España imitase lo peor de Francia.
La razón que impulsa a Zubiri a concluir tal cosa es que si Cataluña se aforase como lo está el País Vasco otras autonomías del régimen común como Madrid o Baleares no tardarían en solicitarlo. Es lógico que lo hiciesen, y, si no lo han hecho aún es porque la ley se lo impide. El régimen común es como un banquete en el que el que menos come es el que más paga. Los madrileños, por ejemplo, aportan mucho y reciben poco. Los andaluces todo lo contrario. Lo llaman solidaridad y patriotismo cuando es simple injusticia y arbitrariedad. Luego vienen los problemas nacidos de esa misma injusticia pero nadie quiere hacerse cargo de ellos.
El bufé libre del régimen común fomenta lo peor porque premia la pereza, el atraso y el victimismo y castiga el trabajo, el riesgo y la innovación. Impide, además, que las comunidades menos productivas compitan ya que su clase política, mecida por las transferencias del Estado, no lo necesita para financiar sus siempre crecientes gastos ordinarios. Un sistema foral extendido a todas las comunidades autónomas repercutiría en competencia real entre las distintas regiones. Y la competencia empieza siempre por impuestos bajos o nulos. Provincias enteras en las que ya no vive ni un alma podrían repoblarse si se les permitiese fijar sus propios tributos. ¿Quién querría montar una empresa en Tarragona si en Teruel Sociedades e IRPF fuesen diez puntos inferiores o directamente inexistentes? La diputación general de Aragón, obviamente, no podría permitirse tanto gasto, tanto personal prescindible y tanto subsidio, pero Teruel ganaría habitantes, y con ellos llegaría la riqueza, la misma que ahora tiene que ser transferida tras una concienzuda requisa fiscal en las comunidades vecinas.
Los fueros de la España medieval nacieron de abajo a arriba. Las comunidades se los imponían a los monarcas, que se comprometían a observarlos y mantenerlos porque eran un pacto entre los habitantes y el rey. Idéntico fenómeno se dio en todos los reinos peninsulares, incluido el de Portugal. ¿De verdad alguien cree que los fueros son una singularidad vasco-navarra? León tuvo su primer fuero en el año 1017, Jaca en 1076, Logroño en 1095, Zaragoza en 1119, Madrid en 1145, Valencia en 1261, los usatges de Barcelona son del siglo XI. Nuestra historia, en definitiva, es la de la descentralización y la primacía del poder local.
No se trata de volver a la Edad Media, pero sí de recuperar el principio bottom-up que inspiró el nacimiento y expansión de los reinos medievales de cuya integración bajo una misma corona nació la propia España. Es más justo, más eficiente y tiene al individuo y no al Gobierno como centro, luego cualquier reforma que se haga solo vendrá acompañada de éxito si se respeta ese principio.