La música de Beethoven irrumpe en la sala Simón Bolívar del Centro Nacional de Acción Social por la Música bajo la dirección del gran maestro Gustavo Dudamel. Por un momento olvido que esto ocurre en la misma ciudad, Caracas, donde el pasado fin de semana fueron asesinadas 31 personas. Dan ganas de llorar con la fuerza sobrecogedora de la Quinta Sinfonía, pero también dan ganas de llorar por Venezuela, dividida por el odio, acosada por la violencia, gobernada dictatorialmente por quienes abusan del nombre de Bolívar.
Hacía 43 años que no visitaba Venezuela. Estuve allí en 1971, cuando era el país más rico de América Latina y una democracia aún joven pero que llamaba la atención en una región cada vez más golpeada por las dictaduras. Por entonces yo vivía en aquel Chile que aceleradamente se precipitaba en la división y el caos que terminarían desencadenando el golpe militar de 1973. En ese tiempo, el ingreso per cápita de los chilenos era menos de la mitad del de los venezolanos, y las tiendas, edificios y automóviles de Caracas no podían sino asombrar a ese joven chileno de 21 años que yo era por entonces.
Hoy todo es al revés. Chile es una admirada democracia y el país más próspero de América Latina, mientras que la economía de Venezuela se hunde, su sociedad se despedaza en conflictos internos y su democracia ha sido transformada en un cascarón vacío después de casi 16 años de gobierno populista autoritario. Caracas ya no irradia progreso sino inseguridad, desabastecimiento, mercado negro y el espectáculo triste de sus miserables ranchos en barrios cada vez más dominados por los delincuentes o por las bandas armadas chavistas conocidas como colectivos. Es un poco como volver al Chile de comienzos de los 70.
¿Qué pasó para que la situación de Chile y Venezuela se invirtiese de tal manera? En lo referente a Chile, se trata de una combinación virtuosa de la economía abierta de mercado creada bajo la dictadura militar con una democratización muy exitosa, basada en amplios consensos y gobiernos alejados de la tentación populista. Así, en 30 años Chile más que triplicó su ingreso per cápita, redujo drásticamente la pobreza y se transformó en una sociedad de clase media, cuya modernidad y progreso son un ejemplo para América Latina.
Venezuela, por su parte, cayó en un círculo vicioso que transformó su enorme riqueza exportadora en una verdadera maldición que ha terminado desquiciando y empobreciendo al país. Los ingresos petroleros dieron al Estado un papel central en la sociedad venezolana como el gran redistribuidor de una renta a la cual todos querían acceder. Este protagonismo del Estado se agudizó con la nacionalización del petróleo y los aumentos de su precio, que multiplicaron la renta petrolera de una manera asombrosa. Surgió así una sociedad cada vez más dependiente del Estado y organizada en torno al reclamo, es decir, volcada a reclamar y vivir del favor del Estado.
Este desarrollo fomentó esa complicidad entre política y economía que es tan común en América Latina y que termina corrompiendo tanto al Estado como al sector empresarial. Así, se creó una estructura económica cerrada y deformada, donde los ingresos petroleros servían para subsidiar y proteger a un sector productivo ineficiente, que sólo podía prosperar dentro de un mercado nacional cautivo. La crisis económica de comienzos de los años 80 puso en evidencia las debilidades de este modelo petrodependiente de desarrollo, abriendo una larga fase de deterioro económico y aumento de la pobreza.
Paralelamente se resentían la democracia venezolana y los partidos que la sustentaban. Su incapacidad para enfrentar los graves problemas que aquejaban al país le fueron restando apoyo popular, creándose así las condiciones para el surgimiento de Hugo Chávez con un discurso de condena al conjunto del sistema político imperante en nombre de aquellos que se sentían ignorados y marginados.
Con el ascenso de Chávez al poder se agravaron radicalmente los males de Venezuela. Sus propuestas no fueron sino una profundización extrema del estatismo y el rentismo, pero ahora puestos al servicio de la construcción de un poder personal que pronto arrasaría con el Estado de Derecho y las libertades fundamentales. Era la personificación del ogro filantrópico del que nos habló Octavio Paz, pero premunido de unos ingresos petroleros que por los precios en alza pronto alcanzarían niveles extraordinarios. Ello le permitió desplegar un asistencialismo gigantesco, creando así sus bases cautivas de apoyo que movilizaría con ayuda de su carisma y su control de los medios de comunicación.
Hoy el gran caudillo es parte de la historia, y las dificultades de sus sucesores para mantener el control del país son evidentes. Al caos y la violencia se suman los precios decrecientes del petróleo y un pueblo cada vez más cansado del desgobierno y la falta de libertades. La hora final de la dictadura chavista parece no estar lejos, y en su caída puede que también arrastre a la dictadura cubana, altamente dependiente de las dádivas venezolanas.
Esta es la triste pero aleccionadora historia de la Venezuela contemporánea. Así está terminando su apuesta por el rentismo, el Estado desmesurado y los caudillos. Chile, en cambio, apostó por los emprendedores, el esfuerzo personal y un capitalismo abierto, por el Estado de Derecho y la seriedad política. Ojalá que el ejemplo de Venezuela sirva para recordar a los chilenos cómo terminan los socialismos, ya sean del siglo XX o del XXI.