O hay una rápida victoria de una rama del ejército, o lo que podemos encontrarnos es una guerra civil.
De todos los actos que se celebren este año con motivo del centenario de la Revolución Rusa, ninguno será tan cumplido como el que ha anunciado el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. Maduro ha anunciado un cambio de régimen que pasa por convocar una Asamblea Nacional Constituyente, una reunión de medio millar de fieles en la que no tendrán lugar los partidos políticos, sino que será “el pueblo”, articulado por el millar y medio de “comunas”, que son células que enlazan al propio régimen con la parte de la sociedad que aún le apoya. Todo el poder para los soviets bolivarianos. Ya lo decía Marx: La historia se produce como tragedia (Rusia, 1917) y luego se repite como farsa (Venezuela 2017).
El poder político es tan brutal que nunca se presenta desnudo; siempre se reviste con una túnica sagrada, ya sea la de Marte (padre putativo de la criatura), de la deidad múltiple o única, o del pueblo, ese dios menor. Por eso hasta Maduro necesita un revestimiento, aunque sea tan cutre como su Parlamento Comunal.
Lo interesante, en este punto, es entender cómo hemos llegado a esta situación para hacernos una idea de lo que puede venir. Venezuela, que comenzó el siglo como una república bananera, fue modernizando su Estado desde la segunda década, no siempre desde instituciones democráticas. Pero en los 50’ Venezuela era el cuarto país del mundo en renta per cápita, y no sólo por el petróleo. Era una economía abierta, a la que los Trump de este mundo no se les oía y recibía trabajadores de países mucho más pobres, como España, Italia o Portugal. La propiedad era una institución respetada, y la prosperidad acompañó el paso de las décadas centrales del siglo. El país, con una clase media asentada, exigía las libertades públicas que tenían otras democracias. Y las obtuvo. Los nuevos gobiernos hicieron promesas a los votantes sobre todo lo que podrían hacer con el dinero de los más ricos, e iniciaron una política de nacionalización y creciente intervención en la economía.
La nacionalización del petróleo fue clave. La cercanía de la clase política con la espita del oro negro abría enormes posibilidades al saqueo del mineral, y le daba un nuevo incentivo a la toma del poder. Hugo Chávez quiso tomar por la fuerza el gobierno, en manos del corruptísimo CAP, y no pudo. Pero el espadón tuvo el talento de ganárselo de forma democrática. El petróleo regaría de dinero sus apoyos políticos, y la magia de la conversión del dinero en votos aseguraría una reelección democrática ad eternum.
Y vive Dios que el régimen chavista ha sido eterno en términos políticos, que no suelen permitir un mandato más allá de una generación. Pero su heredero a título de ornitólogo, el hombre que susurraba a los pajaritos, ha tenido la mala suerte de enfrentarse a los frutos podridos del socialismo. Primero el petróleo. No es que hayan caído los precios, sino que la gestión pública ha llevado al país a tener que importar gasolina. Ocurrió lo mismo con el Chile de Allende, que tuvo que importar cobre. Sin esa fuente de ingresos, sólo podía pagar a sus apoyos políticos con una moneda cada vez más degradada. El recurso a la inflación desordena la producción interna y aísla al país económicamente del resto, pues no puede pagar las importaciones. Aquí llegan los desabastecimientos. El hambre. Y la defección masiva.
Lo que restaba de instituciones democráticas de Venezuela, la Asamblea Nacional. ha sido tomado masivamente por la oposición. El gobierno la ha vaciado de funciones, pero sigue teniendo capacidad de movilización popular. El gobierno quiere acabar con cualquier atisbo de oposición, porque está en una situación vulnerable. En este punto estamos. ¿A dónde podemos ir?
Al régimen le quedan dos recursos. Uno, vender, contra toda evidencia, el éxito del socialismo en Venezuela. Dos, la más pura y descarnada represión. Hoy sus víctimas se cuentan por decenas. Pronto, como sugerí en otro artículo, cambiaremos de orden de magnitud para contarlas. ¿Qué pasará cuando sean centenares los muertos en la calle?
La primera fuerza represiva del gobierno son sus milicias de partido, a las que acaba de rearmar en grandes cantidades de armas y munición. Pero no son capaces de controlar la ola de protestas. A mediados del mes de abril ya fue el propio Ejército el que asumió la labor de represor. El 3 de mayo pudimos ver cómo una tanqueta del Ejército arrollaba a los manifestantes y mataba a uno de ellos.
Un sector del Ejército está comprometido por completo con la dictadura venezolana. El hombre fuerte del régimen, el “vice” presidente Tarek El Aissami, es el jefe de un cártel de la droga. El Ejército, que tiene los medios para lucrarse gracias al tráfico de drogas, está infestado de ese mal. No es fidelidad a la revolución o al títere de Maduro, sino la protección de su negocio lo que le mueve a actuar.
El diputado de la oposición Henry Ramos ha preguntado directamente al Ejército “si son los custodios del sistema democrático y de la Constitución o si son guardaespaldas de Nicolás Maduro”. La cuestión es si el narcotráfico ha alcanzado al grueso del Ejército, o si una parte de él ha evitado la corrupción, y puede aún actuar para restituir la democracia en Venezuela.
Ahora, un choque entre dos ramas del Ejército sabemos a lo que conduce: o hay una rápida victoria de una, o lo que podemos encontrarnos es una guerra civil. Los narcotraficantes uniformados harán lo que sea para mantener su negocio. Las opciones en Venezuela son pocas, y la mayoría malas.