Si todos los aciertos, los errores y los fracasos de Trump siguen siendo recibidos de esta manera, no es difícil augurar que será reelegido en 2020.
El pasado martes, el portavoz del Gobierno de Trump, Sean Spicer, fue preguntado tres veces en rueda de prensa sobre la muerte en Yemen de la hija de ocho años de Anwar al Awlaki, que fuera líder de Al Qaeda en la zona, en un ataque de los SEAL en el que «todo salió mal». Es la primera operación de este tipo de la era Trump. Ningún periodista preguntó en rueda de prensa por la muerte del hijo de 16 años de Al Awlaki, también víctima colateral de un ataque con drones, en 2011.
No se crean que este doble rasero se debe a que Obama es negro y, por tanto, todo el que lo criticara fuera descalificado inmediatamente como racista. Tampoco porque Trump sea Hitler reencarnado. El doble rasero de la prensa estadounidense existe desde que tengo memoria. Las principales televisiones y periódicos tratan con guante de seda a los políticos demócratas y con puño de hierro a los republicanos. Si saben algo de inglés, pueden jugar a algo muy divertido que hago yo de vez en cuando: si hay algún escándalo de algún político desconocido, busco dónde se menciona su filiación. No falla: si es republicano, lo verán en las primeras líneas, cuando no en el titular; si es demócrata, a veces hay que bajar más de diez párrafos para enterarse.
Sí, ya sé que existe Fox News. Y el Wall Street Journal. Pero nada más, fuera de la jungla digital. Un periódico económico y una cadena de televisión por cable. Enfrente tienen a la práctica totalidad de diarios de información general del país, a todas las cadenas generalistas y a las demás cadenas de televisión por cable, de CNN a HBO. Los corresponsales de los medios españoles, con pocas y honrosas excepciones, tienden a repetir como loros lo que dicen esos medios. La opinión publicada está firmemente en un lado de la balanza. De ahí que tenga sentido que el ahora presidente haya declarado que la prensa es el verdadero «partido de la oposición», especialmente porque después de sus derrotas electorales los demócratas tienen problemas para ejercer como tal.
El problema con el que se están encontrando los medios es que se enfrentan a un republicano –bueno, más o menos– que sí sabe cómo funcionan y cómo manejarlos. Lo hizo durante las primarias y lo volvió a hacer durante la campaña contra Hillary. Trump se alimenta de los escándalos que le crean los medios con cada una de sus palabras y, desde hace dos semanas, cada una de sus acciones. Están acostumbrados a montar una guerra mundial por cada desliz republicano; pero como Trump es capaz de crear varias decenas de motivos al día, la única respuesta de la que son capaces es la histeria. Una histeria continua, retransmitida en directo 24 horas los siete días de la semana, y que no queda reducida a una web y unos cuantos frikis a los que nadie hace caso.
El problema es que, cuando hay mil motivos nuevos para oponerse al presidente cada día, al final no queda ninguno serio. La mayor parte de la gente termina por dar por sentada la histeria. Sí, naturalmente, existe y existirá un núcleo de politizados que se indignará con todas y cada una de las cosas que los medios decidan que son un escándalo. Los seguidores más acérrimos de Trump tomarán cada nueva erupción de indignación moral en los medios como una prueba más de que son fake news y el partido de la oposición. Pero ¿qué harán los que están en el medio? ¿Los que votaron a Obama en varios estados clave en 2008 y 2012 pero optaron por Trump en 2016? ¿Los que sin estar demasiado politizados se decantaron por uno o por otro?
Previsiblemente, esta continua histeria acabará siendo tomada como mero ruido de fondo al que no prestar atención. Cuando Trump meta realmente la pata, ¿quién escuchará a los histéricos? Cuando al día siguiente de su toma de posesión ya había manifestaciones tomando las calles en su contra, ¿quién hará caso a una manifestación montada en contra de una decisión que realmente podría provocar rechazo? Y si tanto los medios como los demócratas montan una guerra mundial por el decreto de restricción de la inmigración de Trump, cuando no dijeron nada cuando se congelaron los visados para iraquíes en 2011 o, mucho más recientemente, cuando se restringió la llegada de refugiados cubanos, ¿creen que realmente les tomarán en serio muchos americanos fuera del círculo de los votantes demócratas más acérrimos?
Las encuestas ya han mostrado que, pese a la supuesta oposición masiva a la medida –incluyendo la de no pocos republicanos–, en realidad hay más gente a favor que en contra. Y no se entiende cómo una restricción temporal a la entrada en el país es peor que, pongamos, el internamiento en campos de los americanos de ascendencia japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, ordenada por el ídolo nacional –y especialmente de los demócratas– Franklin Delano Roosevelt. Si el país no descendió a los abismos del totalitarismo entonces, cuando además estaba de moda, ¿realmente alguien se cree en serio que lo va a hacer ahora?
Es perfectamente comprensible que no guste esa medida. Si a un librecambista como yo le parecen mal las restricciones que está poniendo Trump al libre comercio, ¿cómo le va a gustar este decreto a quien aboga por unas fronteras más abiertas? E incluso quienes están a favor del decreto, ¿cómo no llevarse las manos a la cabeza ante su incompetente puesta en marcha, con las restricciones a los residentes con tarjeta verde y las informaciones de que ninguno de los muy competentes generales que ha nombrado Trump participó en ella? Pero una cosa son las críticas legítimas que pueda hacer cada uno desde su posición y sus ideas, sobre qué es lo mejor para un país o para el mundo, y otra ver poco menos que el resurgir del fascismo detrás de ellas sólo porque el nuevo presidente sea un personaje, la verdad sea dicha, bastante repugnante.
Cuando un votante medio vea las imágenes de las protestas contra el juez elegido por Trump para formar parte del Tribunal Supremo registradas minutos después de que el presidente anunciara su nombre, ¿qué va a ver? Carteles impresos con la palabra Oppose y el nombre de Gorsuch escrito a mano, lo que dejaba claro que daba igual el elegido: iban a protestar igual. Y otros carteles impresos con la leyenda «Gorsuch peligroso y extremista», algo que apesta a concentración espontánea y nada preparada de antemano. En fin, un señor que fue confirmado unánimemente por el Senado para el tribunal de apelaciones en el que trabaja ahora, de buenas a primeras es un «extremista». Y los líderes del Partido Demócrata en ambas Cámaras apoyando ese mensaje. Buen trabajo, chicos. No se os nota nada.
Si todos los aciertos, los errores y los fracasos de Trump siguen siendo recibidos de esta manera, no es difícil augurar que será reelegido en 2020. Y quizá entonces ni siquiera se le quede clavada en su monumental ego la espinita del voto popular.